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Ágata por zion no bara

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Notas del fanfic:

Es la primera parte y honestamente no sé si habrá una segunda pero me animé a intentarlo, espero que les guste. 

 

Notas del capitulo:

Es la primera parte.

 

 

 

La debilidad había tomado posesión absoluta de su cuerpo, ya no era capaz de demasiadas cosas.

Rodeado de la belleza de sus habitaciones se sentía un poco más tranquilo, no le gustaban los hospitales, no deseaba estar en uno, prefería por mucho estar ahí, a solas con sus recuerdos, observando los objetos que lo rodeaban y acariciando con su espíritu cada uno de ellos. Ese jarrón con alegres flores, la mesita de pulida superficie, las cortinas de diversos tonos, los muebles de brillante madera, la escultura de un animal, los cojines bordados con diversas historias, las figuras de diversas formas, los cuadros en las paredes, las imágenes familiares, los cofrecillos y estuches con las invaluables joyas que tanto le gustaban.

Nada sin embargo era más importante en ese sitio que la fotografía en un sencillo marco de plata, mostraba la imagen de un niño, de pie, vestido con un bonito y sencillo traje ceremonial, sosteniendo entre sus manos un ramillete de margaritas. El niño se mostraba sonriente y formal, como un novio en su boda, había insistido en que salieran las flores en la imagen pues le gustaban y una vez capturado el momento se las obsequió a él con una sonrisa. Tuvo que suspirar, nada de lo que le rodeaba significaba tanto como esa sencilla fotografía.

Había pensado en escribir a su hermano pero no podía, al menos el caballero le había dicho que no lo hiciera si significaba un esfuerzo para él. Ya demasiadas cosas eran un esfuerzo para él en esos días, aunque no deseaba pensar mucho en ello. Por eso prefería permanecer recostado en su cama e intentar relajarse aunque todo su ser decía que las cosas no volverían a ser las mismas ¿Por qué necesitaba estar inquieto cuando ya sabía el desenlace? Lo mejor era relajarse y dejar que llegara con tranquilidad, tanta como fuera posible, pero no esperaba que los demás comprendieran su decisión.

En el fondo siempre había sido así con él, había sido un incomprendido entre su familia y entre los demás.

Cerró los ojos y los recuerdos brotaron en su mente como fuentes de agua cantarina y cristalina, no podía creer que las cosas fueran como eran, no cuando su vida había sido tan distinta de pequeño…

—     Listón, Listón, ven aquí—lo llamaban.

Era entonces un pequeño de muy delgada silueta y piernas largas, los demás le hacían burla acerca de que se le iban a romper, pero siempre fue muy flacucho. Pero igual ya daba las muestras de ese carácter que iba a definir tantas cosas en su vida.

—     Padre—dijo saludando con formalidad.

Su padre, Ares, era un hombre de estatura media, con los ojos y los cabellos muy negros, de manos muy finas y un gusto impecable para vestir entre los monarcas del continente. Recio ante los demás, sin concesiones sobre las decisiones que le tocaba tomar y mantener como monarca de su región, aunque las cosas hubieran cambiado tanto en los años anteriores. Pero en lo privado, para su familia y amigos, resultaba un caballero afectuoso y que hacía reír a los demás con esa extraña habilidad de contar las cosas con una gracia increíble. Nadie podía mantenerse serio cuando empezaba a contar anécdotas y las explicaba de esa manera en que todos se doblaban de la risa.

—     Quisiera que me dijeras que ha sido del jarrón en la sala de lectura ¿tú lo has roto?—preguntó directamente.

—     No…

—     Ágata—lo llamó con formalidad—Tu hermano Apis no ha querido decir nada, así que responde ¿fuiste tú?

—     Fue el suelo quien lo rompió.

Diciendo eso lanzaba esa sonrisa tan suya que hacía que sus ojos se vieran como de cachorrito, lo cual siempre dificultaba retarlo. Su padre solo pudo suspirar y lo tomó entre sus brazos para sentarlo en sus piernas, acariciando sus cabellos negros con suavidad mientras le hablaba.

—     Listón—le decía su padre con afecto—Poco a poco dejas de ser un niño, tienes que comprender que no siempre podrás comportarte como si las consecuencias no existieran, somos lusitanos, somos la familia real, tenemos que aprender a ser lo que la gente desea para ellos.

—     ¿Por qué?

—     Porque si la gente no nos quiere nos echarán.

—     Me haré querer por la gente padre—respondió con solemnidad.

Su padre sonrió y le dio un beso en la frente.

Al dejar ir al pequeño apareció su otro padre, el que fuera príncipe  de otras regiones, Australis*, de la casa de Latinos. Un amoroso y gentil caballero hacia su esposo e hijos, pero cuyo carácter naturalmente nervioso lo hacía preocuparse demasiado por las cosas, solo su esposo era capaz de tranquilizarlo y sobre todo de hacerlo reír. Poseía unos bonitos ojos castaños y cabellos de color paja, tan comunes a los latinos, pero que le iban bastante bien a sus manos delicadas y su expresión de suavidad.

—     ¿Qué ha dicho Listón?—preguntó el caballero.

—     Que fue el suelo—respondió Ares.

—     No podemos seguir así, me preocupa, esa manera de ser, es franco y tan directo en lo que dice, intenta hacer parecer que nada es por su causa.

—     Con los años cambiará. Solo tenemos que darle algo de tiempo y las cosas irán mejor, no nos preocupemos, aún es un niño.

Sus padres lo adoraban, pero la verdad era que estaban un poco preocupados con ese pequeño tan franco para todo, ellos eran una familia, y la familia real de los lusitanos además. Que la gente de sus regiones gustara de su manera de ser no aseguraba que los demás lo apreciaran y como sin duda con los años tendrían que vincularse a otras casas reales era mejor mantener su temperamento en lo privado.

—     Nuestro Listón va a estar bien—le aseguraba Ares—Ya lo verás, es un buen chico y sabrá hacerse querer.

Su infancia marcharía de esa manera, entre el cariño de sus padres, su familia y la abierta aprobación de la gente que no encontraba nada sino lo agradable que era ese pequeño chico tan lusitano, lo cual les gustaba aún más.

Durante esos años, desde el día que naciera, había sido el pequeño ángel de cabellos negros para sus padres y el resto de la familia, se le adoró y mimó hasta que se casó. Mientras era niño jugaba a deslizarse por los barandales de madera y mármol del palacio de Atégina. También jugaba en los jardines donde se quedaba inmóvil como las estatuas que llenaban los jardines, mientras el pequeño Apis lo seguía en todo y sus primos iban a pasar el tiempo con ellos y Kasa les hacía versos que provocaban sus risas y Kypros se paraba de cabeza  y hacía muecas para que se rieran, mientras que Obelo inventaba esas historias de ciudades imaginarias llenas de fantasía y Terra se mantenía un poco al margen pero hacía esos trucos de magia para todos que los sorprendían. Juntos correteaban por el lugar, alimentaban a los peces, los patos, los gansos, los cisnes de los lagos y a las simpáticas tortuguitas verdes y negras del jardín oriental, dorado y rojo, de su padre Australis, quien les daba lechuga y flores.

De hecho fue una infancia muy dichosa, tanto que apenas pareció durar, pues un día el que fuera el pequeño Listón se levantaría para descubrir que ya era el joven Listón y con ellos las nuevas responsabilidades y lo que se esperaba de él tendría un tono muy diferente. Al dejar de ser un niño los planes para él serían distintos pues solo se consideraban las cosas en base a lo que convendría a su familia y a la gente de las regiones lusitanas.

 

**********

 

Ágata pasó los años de su infancia bajo el cobijo del cariño de sus familiares, pero los años no pasan en vano, pues un buen día supo que iba a cumplir los dieciséis años y en esa edad los chicos recibían una fiesta de cumpleaños que indicaba su entrada al mundo de los adultos, era una tradición extendida por todo el continente y los lusitanos también la celebraban. Como él era un príncipe no dejaría de ser un evento a la altura necesaria para conmemorar un instante tan señalado en su existencia.

—     Tendré la mejor fiesta que se haya visto—decía Ágata sonriendo.

—     Yo quisiera tener edad para estar ahí—se quejaba Apis.

Su hermanito menor suspiraba por la idea de estar siempre al lado de su alegre hermano mayor, era una realidad que se trataba de personas muy unidas. Los dos jóvenes pasaban mucho tiempo juntos, tan solo con dos años de distancia entre uno y el otro se notaba lo intensa que era su relación. Hablaban siempre de todo lo que desearan, el mayor con sus ojos negros jamás trataba con condescendencia al menor, de mirada azulada y brillantes cabellos negros contaba con un tipo de sencilla belleza que el mayor jamás poseería. Un día con su hermano mayor equivalía para el menor a pasar de una risa a otra risa. Que a veces su alianza pareciera solamente para buscarse líos era algo menor.

Pero no les importaba, solo contaba que se amaban profundamente.

Aunque resultaba inevitable que ese joven de ojos negros tuviera un carácter voluntarioso, hasta la indulgente tolerancia de sus padres tenía un límite y cuando Ágata lo pasaba sus progenitores estaban listos para hacer valer su ley. Pero ya el matrimonio veía claramente que su hijo mayor era complicado, era una especie de paquete explosivo al que las menores cosas podían hacer estallar. Sobre todo las críticas eran algo que no podía manejar, le costaba entrar en razón y ante los regaños llegaba a ser insolente. Pero a pesar de ello la familia apreciaba que fuera de carácter agradable, con una excelente memoria y la voluntad de aprender todo lo que le fuera posible, era bueno en las materias que no tuvieran que ver con números, pues jamás tuvo cabeza para ellos, le costaba mucho trabajo.

—     ¿Para qué quiero esos números?—preguntaba fastidiado.

Los que lo rodeaban en esos tiempos consideraban a Ágata como alguien hábil, vivaz, estudioso en lo que le gustaba, gozaba de un brillante ingenio en ciernes, nunca se adelantaba a hablar o hacía alardes, pero se permitía comentarios graciosos acerca de los demás, eso sí, jamás hirientes o crueles, era más bien benévolo en lo que decía. Su tío Segundo, un caballero tan dado a apreciar solo lo correcto y a no aceptar lo que juzgaba como incorrecto, no podía escapar a su encanto cuando intentaba corregirlo por alguna razón.

—     Debes comportarte mejor, esto no es posible—le decía el caballero cuyo cabello ya empezaba a encanecer.

—     Pero si es posible tío ¿no ves que ya lo hice?—le decía riendo.

Y a los demás no les quedaba sino reírse también.

En esos momentos, en sus habitaciones, el mayor de los jovencitos se estaba probando ropa y accesorios, intentando elegir cual ponerse para salir y un sombrero de corte de moda quedó en sus manos, era de fino fieltro y el ala bastante ancha, se lo puso y su declaración fue directa.

—     No puedo salir con esto, es espantoso.

—     ¿Qué dices? Papá te lo ha comprado porque está a la última moda  en las regiones helenas Ágata.

—     ¿Última moda?—decía perplejo—Deberán fusilar a esta moda, me hace ver como un hongo venenoso.  Esos helenos no saben de moda y estilo.

—     No se ve tan mal.

—     En ti se verá bien pero no en mí, soy muy flaco, no todo se me ve bien, los bonitos como tú no entienden lo complicado que es verse bien.

—     No digas eso, tú eres…

—     Si, ya sé, bonito de otra manera, papá siempre lo dice.

Pero ambos sabían que el lindo príncipe lusitano era Apis, no Ágata, no le reprochaba nada a su hermano pero no se engañaba sobre su propio aspecto. Delgado hasta lo imposible, sus rasgos nada clásicos, estaba lejos de ser un bello chico que acaparara las miradas. Para lo que estaba listo era para ser el chico más encantador en cualquier lugar. En cuanto a su físico lo único que en verdad consideraba que tenía realmente bonito era su cabello, por eso lo peinaba de manera diferente, para lucirlo más; podía llevarlo en alto sostenido por una hebilla, con risos pronunciados, una raya de lado, partido por en medio, siempre diferente y siempre perfecto.

Cuando se dio la fiesta de su baile a los dieciséis años los jóvenes y los no tan jóvenes invitados encontrarían a Ágata de aspecto interesante. Utilizaba un hermoso traje de fiesta, muy fino, en tono blanco, de raso con gasa y perlas, que hizo resaltar con un cinturón de tono bermellón, todo ello con un estricto propósito.

—     Quiero que los demás me vean.

Ya en esos días Ágata contaba con la firme idea de que si no iba a ser el chico más bello del lugar sí que sería al que más miraran. Una buena parte de eso tenía que ver con su indumentaria, por eso le gustaba vestirse de forma exótica, escurridiza, vampiresa, ya fuera con algo más ajustado, más holgado, cualquier cosa que los demás no utilizaran pero se apresuraban a copiar después de verlo en él.

En cuanto al sombrero que no le gustaba se mandó a hacer otro, un diseño más pequeño y de un ángulo singular de ala, cubriendo ligeramente sus oídos y que le sentaba muy bien y que pronto desplazó la moda del de ala ancha entre los jóvenes lusitanos y después entre el continente. Entre su familia se prestaría a una broma cuando utilizaba ese diseño, ya que decían que necesitaban hablar MUY ALTO (casi le gritaban en el oído) porque no podía ESCUCHAR NADA.

En esa misma fiesta de dieciséis años aparecería entre los múltiples admiradores del encantador chico de cabellos negros alguien en especial. Estaba viajando de incógnito bajo un nombre falso pero se sabía quién era. No esperaban que acudiera, pero lo había hecho como una especie de desafío para demostrar a los demás que no se intimidaba. La cuestión era que venía de la no muy admitida corte de Dunkelheit, era parte de la familia real de los Heinstein y estaba fascinado con ese muchacho que no dejaba de hacer reír con sus comentarios y de encantar con sus observaciones. Sus dorados ojos no lo perdían de vista, por eso alisaba sus rubios cabellos esperando el momento de acercarse y este finalmente llegó.

—     Si me fuera posible llevarme algo de esta corte sería usted lo que elegiría y jamás lo apartaría de mi lado—le lanzó galantemente.

—     Es una suerte entonces que mis padres no den ese tipo de recuerdos—respondió sonriendo—Además que su familia ya se llevó mucho de aquí y no lo ha devuelto ¿no le parece?

Era verdad que durante la guerra el saqueo de parte de Dunkelheit a la familia real y a las familias importantes y medianamente importantes de los lusitanos había sido voraz. El arte era parte de la vida cotidiana de los lusitanos y no eran pocos los que contaban con ese tipo de objetos, pero sin duda la familia real, grandiosos mecenas por generaciones, habían sido los más afectados en ese asunto. Pero esa respuesta no desanimó al admirador, quien continuó cortejándolo por las horas siguientes con asiduidad señalando que podía haber un compromiso; sin embargo Ágata se cansó de eso y decidió que le iba a poner fin a ese asunto ahí mismo.

—     Haría lo que me pidiera por volver a verlo—decía el rubio.

—     Que bien, entonces se buenito y tráeme mi pañuelo Altair.

La orden fue imperativa, directa, e hiriente pues estaba muy en claro que Ágata sabía que su nombre era Radamanto y que Altaír era otro de los chicos que lo estaba pretendiendo en esa misma fiesta y que parecía más favorecido. Pasarían los años pero esa herida seguiría supurando en el príncipe Radamanto de Wyvern, quien siendo honestos, jamás pudo olvidarlo.

—     No he nacido para hacerme a la voluntad de un esposo—les diría Ágata a algunos de sus amigos sobre el tema.

La fiesta sería un éxito y marcaría el primer paso de Ágata de Lusitano como la persona más encantadora, animada, delicada y cortés que se podía tener por compañía. Se podía afirmar que casi todos lo veían con agrado y lo admiraban, parte por sus encantos y por la rara cualidad de no pensar en tener una pareja fija a su lado. Además era bien sabido que jamás colocaba su oscura mirada en el admirador de otro chico.

Por ser un dechado de buenas cualidades, además de popular y bien relacionado, la temporada de presentaciones en sociedad fue como una marcha triunfal para ese joven príncipe que parecía destinado a un excelente futuro. Seguiría de esa manera por los meses siguientes y los años siguientes.

Cuando Apis fue presentado en sociedad su hermano mayor se hizo cargo de la fiesta y resultó un éxito, tanto como el hermoso traje que utilizaría esa noche, aguamarina salpicado con oro, y levantó revuelo en los círculos de la moda.

—     Tremendamente original—diría un diseñador de renombre.

Los hermanos se divertían y estaban muy unidos, hacían todo juntos, desde pasear por los jardines de palacio tomados del brazo, pasando por cabalgar a todo galope por los valles, hasta ir de compras a las principales tiendas y después comer tarta con chocolate caliente en los días fríos y sorbetes de flores en los cálidos. Confiaban uno en el otro sin vacilar, tanto que un día el mayor le había confiado al menor algo especial.

—     Creo que jamás voy a casarme, mi vida me encanta, además no creo que vaya a enamorarme nunca.

Las cosas podrían haber continuado de esa manera, seguiría siendo el chico que brillaba en sociedad y triunfaba, que se mostraba como un perfecto heredero de sus padres, pero sucedió algo que iba a trastocarlo todo en su existencia pues los proyectos a futuro estaban llegando a él.

Sus padres lo llamaron para darle un informe especial, le dijeron que era urgente, algo que marcaría su destino de forma definitiva. Así que se presentó ante ambos y aguardaba, las palabras no tardaron en ser dichas.

—     Ágata, es momento de que te cases.

 

**********

 

Cuando Ágata de Lusitano conoció al que sería su esposo, no lo pensó dos veces para decirle a su hermanito Apis lo que pensaba sobre él.

—     Es hermoso y vigoroso como un toro de combate.

Probablemente lo era, se trataba de Matsumaza (en honor al tío abuelo rey de los helenos) Ox (como su heroico padre) Rasgado (que era parte de los nombres de la casa Tauro) Harbinger (como su padrino, fallecido miembro de la casa de Atenas) Aldebarán (por deseo de su padre para honrar a la región de Dabaran) de Tauro, uno de los príncipes de la importante casa de Atenas, y que andaba buscando esposo, o más bien su familia lo hacía, porque estaban en la labor de encontrarles esposos a todos sus príncipes. Pero definitivamente ese alto, fuerte y rubio caballero no era tan solo un príncipe más de las regiones helenas. Se trataba del hijo de Ox de Tauro, el príncipe héroe de la casa de Atenas, el que había dirigido a sus ejércitos a la victoria en la guerra contra los Heinstein, quien había liberado a las regiones lusitanas del terror impuesto por los de Dunkelheit al ser invadidos.

Pero antes de llegar a eso había pensado que esa conversación con sus padres era tan solo algo más a tomarse a broma, algo más, pues él no se tomaba en serio muchas cosas en esos días.

—     Ágata, es momento de que te cases—le dijo su padre, Ares, con absoluta seriedad en su rostro.

—     ¿Casarme, de verdad?—preguntaba sonriendo—No pensaba que tuvieran tanta prisa por ser abuelos.

—     La casa real de Atenas pide tu mano en matrimonio—continuaba de la misma manera su padre.

—     ¿Y con quién voy a casarme? ¿Con ese mimado de Shion de Aries? ¿El malhumorado de Manigoldo de Cáncer? ¿O ese arrogante de Asmita de Virgo?—preguntaba riéndose de manera abierta.

Mencionaba solamente a algunos de los que conocía, y eso solamente de nombre, pero la verdad era que no parecía nada entusiasmado con la idea de comprometerse con ninguno de esos príncipes, o con cualquier otro. Aunque las cosas no eran lo que él pensaba en realidad.

—     Te casarás con Rasgado de Tauro—decía su padre.

Ágata dejó de reírse y supo que no era una broma.

Los príncipes lusitanos habían crecido bajo la leyenda de Ox de Tauro, el héroe guerrero de la casa de Atenas, vencedor de los Heinstein, de hecho el de cabellos negros se sentía orgulloso de haber nacido el mismo día que el caballero había fallecido, aunque en diferente año por supuesto. Y en todo caso entendía que se trataba de una propuesta excelente para él, para su familia, estaba tan enterado de ello que se quedó sin voz por unos instantes.

Casarse era un paso importante, pero casarse con el heredero de Ox de Tauro no era algo para rechazar, siendo así, dio su consentimiento sin pensarlo dos veces siquiera, no creyó necesitarlo.

—     Estoy de acuerdo—dijo.

Sus padres fueron hacia él y lo abrazaron con afecto, no estaban tan seguros de lo que sería un matrimonio para su alegre hijo pero necesitaban confiar en que las cosas irían bien, que Ágata estaría bien.

En ese preciso instante dieron inicio los planes de compromiso entre ambas familias con velocidad, su primo Kasa estaba al pendiente de todo, era como si nadie deseara que las cosas terminaran siendo rechazadas por algún motivo.

Cuando se le informó a Ágata que debían tomarle una serie de fotografías para enviarlas a Atenas el joven accedió, un fotógrafo de primera se haría cargo de ello, además que un pintor trabajaría en su retrato, todo como un paquete de regalos para su futuro novio. Pensaba en lo que iba a venir a su vida después de un compromiso formal y el matrimonio, aunque pensaba en ello en términos bastante peculiares. ¿Cómo iba a ser su traje de bodas? ¿Quiénes serían su séquito? ¿Dónde iban a vivir? ¿Lo dejarían arreglar las habitaciones a su gusto? ¿Le gustaría a Rasgado? ¿Cómo era la tierra helena en realidad para vivir día tras día en ella? Parte de él se intimidaba un poco pues no tenía una historia en ese terreno, jamás había tenido novio siquiera, solo pretendientes a los cuales trataba como amigos, pero un prometido a futuro esposo era un asunto diferente.

Al terminar con las fotografías el caballero a cargo le mostró las imágenes, deseando su opinión sobre cuales enviar.

—     ¿Qué imágenes prefiere?—le preguntó atentamente.

—     Las que me hagan ver menos peor—respondió sin más.

En cuanto al retrato su pintor tuvo una extraña manera de explicar el resultado, pues él mismo no estaba convencido del resultado. Le habían dicho que hiciera su trabajo, era un excelente fisonomista que sabía sacar el mejor provecho de sus modelos, pero con ese chico lusitano las cosas fueron distintas.

—     Es muy difícil hacer su retrato—explico el pintor—Generalmente soy excelente sacando el parecido de la gente pero pase largas horas a su lado y no logré nada. Ninguno de sus rasgos es clásicamente correcto, pero todo encaja bien cuando se ve en él, pues su cara es divertida.

Como explicación podía pasar pero cuando de esa imagen dependía la idea que se haría de él su futura familia, bueno, era de tomarse en cuenta que no se pareciera.

Pero los planes continuaban, no deseaba ninguna de las dos partes que hubiera inconvenientes, mientras que Ágata se mantenía aparentemente como siempre pero no lo hacía en realidad. Pensaba mucho en los cambios que habría en su vida.

Amaba tanto el palacio de Atégina, de Tongoenabiagus, de Sucellus, y todos los demás palacios y propiedades de su familia, todos esos sitios en los que había crecido y pasado esos años de su vida. Amaba los libros de las bibliotecas, de todas ellas, en las que pasaba tantas horas deliciosas, esas novelas y poemas que hacían latir su corazón. También le gustaban esos estudios antiguos sobre los animales y el cuerpo humano, de la historia y la moda, de los carruajes y los caballos, incluso ese de cómo hacer barriles. Amaba sus cuadras de caballos, los lusitanos tenían esos grandes caballos que trabajaban los campos pero tan leales y valientes ante toda prueba y por ello tenían el grado de caballos reales que ninguna otra casa monárquica tenía.

Amaba las capitales de su tierra y sus fiestas, la alegría con la que siempre festejaban todo sin importar lo que estuviera sucediendo, porque para los lusitanos la vida era alegre, y él era alegre.

Estando en Atégina pensaba en lo hermoso que era ese sitio en el que había pasado tanto de su vida, que había sido convertido por dentro y por fuera en una de las maravillas del arte y la arquitectura y que solo los tontos lo hubieran comparado con Palas o Elíseos. Pensaba también en las ruinas tan celosamente cuidadas por su familia por generaciones, de la época de antes de ser lusitanos, cuando los Lusos y los Tanos peleaban por el poder hasta que eligieron unirse y no con un solo matrimonio, no, para amarrar bien las cosas se casaron un total de veintidós de ellos, once bodas, con las cuales determinaron que no iban a soltar ese poder que ahora tenían. Algunos fueron bien, otros no tan bien, pero todos estaban de acuerdo en que era lo mejor para finalmente gobernar esas hermosas tierras que seguían en sus manos.

Estaba la imponente Sala de los Embajadores, donde su padre recibía los informes de todo lo que sucedía en el continente y donde él jugaba a las escondidas con su hermano Apis y donde los artistas más virtuosos y grandiosos de los últimos doscientos años se habían presentado solo ante los reyes, esperando su favor y protección. Donde habían dado inicio y término guerras, donde se celebraban concilios y consejos, donde su abuelo juró que los Heinstein jamás iban a triunfar y que prefería ver muerto a su hijo que a esos salteadores, como los llamaba, ganar esa guerra. Donde su bisabuelo, según contaban, había llorado como un niño al morir su caballo predilecto y su tatarabuelo, también decían, bailó de alegría por ganarle a los Heinstein la Batalla de las Medias.

Estaba la misma habitación dorada y blanca en la que él había nacido, con sus adornos de madera y los animales perfectamente conservados, con ese reloj de ángeles custodios y las cortinas de seda. Estaban las maravillosas fuentes en las que siempre se divertía tanto, la de los Trucos era su preferida, pero la del Girasol era la que más quería. Pensaba en El Arco del Dragón de Sucellus, con su hombre dragón de roca, con el cual asustaba a Apis diciéndole que en la luna llena cobraba vida y levantaba el vuelo. En la playa de Atégina no fueron pocos los comentarios que levantó cuando convenció a sus primos y hermano de meterse a nadar sin más, dejando sus elegantes ropas a un lado sobre la arena, sin importarles que los vieran hacerlo.

Él, Ágata de Lusitano, que desde niño corriera por todos esos lugares, por los corredores y grandes salones que relumbraban de lacas y brocados, por los inmensos jardines y las maravillosas fuentes, por las glorietas y las torres desde las que se podía admirar la distancia, los bosques y sus animales, en esos sitios donde había aprendido la historia de la grandeza de su familia. El lugar donde jugaría con los animales que estaban libres y haría días de campo con su familia, donde admiraría los árboles y cuidaría con Apis un gorrión que se había lastimado el ala.

Eran de esas tierras todos sus recuerdos, de su padre Ares sentándolo en sus piernas mientras acariciaba sus cabellos, diciéndole que era bonito de manera diferente. Donde Australis, su otro padre, lo tomaba de la mano y le contaba todas las historias de sus familiares y le recordaba lo mucho que le debían dar gracias al cielo por enviarlos a una tierra como la lusitana. Había sido en esas regiones donde aprendió a bailar entre los brazos de su hermoso primo Obelo de Pléyade, tan bello y tan delicado, a la sombra de los árboles. El mismo sitio donde Kasa de Limnades lo hacía reír con sus ocurrentes versos y donde lo asombraba por lo listo que era para obtener lo que quisiera. Ahí mismo Terra y Kypros de Híades se ensalzaban en largas charlas y discusiones, que le dejaban saber las cosas que ocurrían en el continente. El lugar donde su tío Segundo de Sarpedón le dijera que debía ser un buen hijo para ser un buen príncipe y un día un buen padre para ser un buen príncipe y un buen esposo para ser un buen príncipe y que todo en su vida debía ayudarle para llegar a ser un buen príncipe. Todo lo que le rodeaba había sido compartido con su querido Apis, su bonito hermano que parecía mirar por sus ojos, el amigo leal y favorito de su corazón, el confidente de su alma y el apoyo de su existir.

Era un Lusitano y siempre amaría serlo. Podría unirse a un esposo y hacer una familia, aprender otras costumbres y tomar otros hábitos, pero como dijo a su familia cuando estaban reunidos, su decisión estaba tomada, pues algo en él jamás iba a cambiar sin importar lo que sucediera.

—     Mi corazón siempre será lusitano, siempre.

Al decirlo, su padre, Australis, se había soltado a llorar. Su padre siempre era tan nervioso pero solo después comprendería la verdad de ese llanto y era porque su padre sintió que su hijo no iba a ser feliz.

Mientras tanto los planes continuaban, pues se enviaban las muestras de telas y los zapatos y los accesorios, incluso de los botones para terminar de preparar su ajuar de bodas y por supuesto el traje con el que se casaría. Se mandó a hacer una papelería especial para él pues ya no sería solamente un príncipe lusitano, sino que llevaría el título de príncipe de Tauro. Se le hablaba de las tierras helenas, su historia y su política, su geografía y su sociedad, de sus modas y su comida, sus animales y cultivos, de todo para que se fuera acostumbrando a esa nueva vida que le aguardaba.

Y las personas mientras tanto estaban dispuestas a festejarlo por su compromiso y su futura boda.

Cuando estaba listo el compromiso la gente se lanzó a las calles a celebrar, que los helenos vieran que estaban contentos de esa alianza, así que las calles estaban doradas por el sol y de los adornos, se veía a saltimbanquis vestidos de arlequines, traga fuegos, músicos de todos tipos. En los bulevares y los parques la gente andaba vestida con sus colores nacionales, el verde y el amarillo en todos los tonos posibles, y por donde quiera que pasara Ágata la gente, la aplaudía y lo felicitaba.

—     Buena suerte su alteza real—le decían.

Y Ágata no sabía si estar feliz o triste, porque no dejaba de pensar que iba a casarse y porque no dejaba de pensar que iba a dejar su hogar.

Eso estaba en claro cuando se presentaron en el palacio de Atégina, en el día señalado con anterioridad, ante sus padres y toda su familia y la corte esos hombres tan bien vestidos y que hablaban de manera tan formal, quienes los saludaron atentamente, y sus ojos oscuros se clavaron únicamente en ese alto hombre rubio que lo miraba sin mirarlo en realidad y dijeron a lo que iban. Lo supo en ese instante, ese era el hombre que iba por él, el príncipe de la armadura dorada, el hijo de un héroe, el caballero de manos fuertes, quien solo esperaba para llevarlo del palacio de sus padres a otro palacio donde sería príncipe a su lado.

—     Estamos aquí para celebrar el compromiso, que su alteza real Ágata de Lusitano sea el esposo de su alteza real, Rasgado de Tauro.

Las palabras resonaban en los muros y en su cabeza, llenándolo todo de una carga electrizante y de gran fuerza.

Toda su vida estaba por cambiar.

 

**********

 

Continuara… si quieren saber el resto.

 

 

 

 

Notas finales:

Nos leemos.

Atte. Zion no Bara

 


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