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Endless Rain por metallikita666

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Las diez uñas de sus dedos sangraban, al haber sido mordidas y arrancadas más allá de donde el dolor indica que no se deben tocar. Despojadas habían quedado de matriz.

Del depresivo y melancólico Hide de hacía unas horas, poco podía reconocerse. Desde que Yoshiki le dejara por su propia presión, comenzó a sentirse mal, arrepentido de aquella forma tan ambivalente de actuar a la que había sido arrastrado, no por su propio gusto, sino por el devenir de las circunstancias. Ciertamente amaba al rubio con todo su ser, pero en aquel punto no podía sino advertir la marca inconfundible del demonio de cabello azabache: moldeado a su manera, el femenino baterista se convirtió poco a poco en el instrumento de su tortura –más que su miembro enhiesto robándole la pureza y la vida; más que su voz, privándolo de entendimiento- y era por eso que llegó a no poder soportar su presencia. Todo en Yoshiki le hablaba de Atsushi, como si a través de los tiernos ojos cafés pudiera ver los orbes oscuros y tenebrosos clavándose en él, y esa sonrisa llena de burla, frialdad y desprecio, recordándole su miseria. Le parecía incluso que era capaz de percibir el viril aroma y el sabor a hiel que despedía su cuerpo.

Desde aquella fatídica noche, y luego, una vez en el hospital, donde sufría por las consecuencias de la salvaje golpiza y los tratamientos obligatorios para restablecerlo, una idea nunca dejó de rondar en su mente. Sabiéndose víctima de repetidas vejaciones que habían sido consentidas por aquel quien dijera adorarlo –por su contumaz, ciega e infiel terquedad- era inevitable para él pensar en lo inútil y falta de sentido que resultaba su existencia.

Había logrado superar todos los complejos de su niñez y adolescencia, gracias al apoyo y cariño de aquel chico que un buen día conociera, el cual por sí mismo arrastraba una dolorosa historia, pero sonreía y bromeaba como si nunca hubiera conocido el sufrimiento. Prendado de esas ganas admirables de vivir y esa hermosura innegable, había decidido hacerlo objeto de su leal devoción, cometiendo con ello el peor de los errores, pues jamás consideró siquiera exigir y exigirse que la adoración debía ser mutua. Peligroso y mudable era aquel ídolo, y aunque pensó que su sincero perdón borraría todas las faltas, ignoró el hecho de que su humano aguante tenía un límite.

Había llorado hasta saciarse, ¿y qué ganó con eso? Ciega ante sus lágrimas, la efigie en el pedestal había decidido justificarlas con insidiosa locura, como si suya hubiese sido la voluntad de volverse loco. Y por más que él en su provocado desvarío pugnara por hacerle ver con quién se estaba metiendo –por amor, por protección, por natural celo- el terco y caprichoso dios votó a favor de su muerte, colocándose sobre los ojos un jirón de miserable tela.

Pero a pesar de todo, su desbordante amor no cesaba de manar por sus heridas. ¿Era acaso su culpa, por desear que el rubio –su rubio- fuera verdaderamente sólo suyo? ¡Pero él mismo se lo había prometido! Le había jurado permanecer siempre a su lado; que su corazón sólo a él le pertenecía; que envejecerían juntos. No había necesidad, no, de enamorarlo de esa manera, para luego decirle que todo era un juego, una broma…

Ahíto de recuerdos, había hecho lo que nunca: en el tocadiscos sonaba X. Raramente escuchaba sus propias composiciones, fuera de en conciertos. Las conocidas letras sólo traían a su mente –como si hiciera falta- a su compositor. Tan diversas como eran, no importaba de qué hablaran, porque para la araña lo único que hacían era evocar aquel nombre a gritos. Miró a todos lados, buscando con avidez el amado brebaje, siempre solícito a paliar sus penas. Destapó una botella sobreviviente a su último ataque de cólera. La había dejado guardada en un lugar secreto, para que ni Hiro ni Yoshiki pudieran quitársela. Tras sorbos desmesurados, sus rodillas comenzaron a temblar, y tuvo que dejarse caer en el sillón. Su corazón empezó a palpitar con violencia, y al no entender el porqué de aquella reacción, la taquicardia sólo empeoró. Volvió a pasear su vista sobre todo el aposento. La sensación de sentirse observado no cesaba.

“Camino bajo la lluvia, aunque todo parece estar lastimándome por alguna razón. Sólo hay nada. Sólo mátame ahora… mientras vago para siempre. Hasta que pueda olvidar tu amor”[1]

Por fin dio con ello: los ónices indómitos de Sakurai lo observaban desde la tapa de una revista. Era el último número de la Fool’s Mate[2], a la cual estaba permanentemente suscrito por sus cuantiosas contribuciones. Alguien la había puesto en su dormitorio tras recogerla del buzón. Probablemente, su hermano Hiroshi.

Clavados en aquellos orbes, sus ojos cafés pugnaban inútilmente por desviar la mirada. Al lado de Atsushi, muy cerca y con gesto inequívoco, posaba Yoshiki. La ira se apoderó de Hide, quien a pesar de su estado, se abalanzó sobre la mesa, tomando el asesino papel entre sus manos, trémulas a causa del enojo, abriéndolo para poder mirar su contenido.

“Para mí el dormir es confuso, narcótico, que sólo acalla el corazón que late”

En las páginas interiores, la evidencia confirmó sus sospechas: se trataba de un fanservice entre ambos. El pelirrosa miraba las crueles fotografías con ojos que se resistían a verter más lágrimas, como si de ello dependiera que no volvieran a ser capaces de captar la luz nuevamente. El maldito pelinegro vestía de nazi y parecía forzar al rubio, obligándolo a yacer. La imagen de sometimiento de Hayashi era recurrente en cada una de las páginas, para desgracia de los orbes que ahora miraban el público connubio.

“Todo mi amor parece fluir desde mi cuerpo como un recuerdo arraigado. Yo guardo para mí el amor que te tengo”

-¡Malditos, malditos los dos!- gritó el atribulado guitarrista, lanzando lejos la revista -¡Y yo que pensaba que eran majaderías de Sakurai para hacerme enfurecer!- enmudeció un instante, desatándose luego en él el llanto más infantil y lastimero. –Y aún te atreviste a negármelo, Yoshiki… ¡¿ Por qué, por qué!? ¿¡ Por qué me has hecho esto?!-

Aquella revista constituyó el detonante de lo que sería su postrera locura, no por el hecho de incluir fotografías demasiado explícitas, sino por ser la rotunda confirmación de un juego que lo había llevado paulatinamente a perder sus cabales. La presión psicológica que Atsushi supo infundir en aquella pobre alma era demasiada para cualquier humano pecho: había manipulado a la persona más cercana a él, aprovechándose de su propia personalidad trastornada, de su ego ingente y sus ganas nunca satisfechas de llamar la atención, además de constituir un verdadero verdugo a su ya de por sí frágil dignidad. Despojado de todos sus bastiones, rebajado a la peor de las inmundicias tras ser destinado a podrirse de adentro hacia afuera, ya no le quedaba nada. Aquellos accesos de furia eran lo último de su humana existencia, de la que alguna vez fue capaz de hacerle sentir, pero que le abandonaba conforme pasaban las crueles horas.

“Lluvia sin fin, cae en mi corazón, en esta lastimada alma. Déjame olvidar, todo el odio, toda la tristeza”

Miró el odioso papel caer al suelo; inmóvil, sordo, mudo. Y si bien creía que sus orbes almendrados se habían secado por efecto del blanquecino veneno que venía royéndole las entrañas, matándolo poco a poco, no pudo contener el profuso llanto que brotó desde lo más profundo de su alma. Cayó arrodillado, tomándose los rosados cabellos con las manos; arrancándose varios mechones. Jamás ningún dolor –ni el sufrido a causa de los atroces golpes que le propinara el más desalmado de los hombres, ni el que soportara cuando este ultrajó su cuerpo atado e inerme, justo en una de sus partes más delicadas y sensibles- se comparó con el que oprimía peligrosamente su pecho: era su corazón rompiéndose.

Y fue entonces, cuando parecía que el inacabable lamento terminaría, que el infeliz músico levantó el rostro, y por gravedad sus cabellos se apartaron de sobre éste, descubriendo el gesto más espeluznante que pudiera dibujarse en mortal faz: sus ojos, desorbitados y aún chorreando lágrimas, eran el preludio al resto de su cara, donde el terror, aunado a la más visceral ira, surgían como reflejo del sentimiento arrebatador que robaba su juicio. Sacando fuerzas de donde no las tenía, se levantó, iracundo como estaba, dirigiéndose a los altos muebles que llenaban su habitación y sostenían todo tipo de objetos, dando con ellos en el suelo en medio de un enorme estrépito.

-¡Cállate, cállate, maldito perro, hijo del infierno!- vociferaba perdido en el desvarío            -¿Cómo cantas así, malnacido? ¡Como si sintieras eso por alguien!-

La voz de su némesis comenzó a reproducirse en su insana psique, entonando aquella tan odiada melodía que rogaba al ser amado, que le prometía. Nunca cosa alguna a lo largo de su vida pudo enojarlo más que aquella canción, conociendo a su intérprete como lo conocía. Para él era imposible desligarla de sus vivencias, incluso si supiera que la autoría no pertenecía a quien más odiaba en el mundo. El torbellino destructor en el que se había convertido el convaleciente chico se tambaleaba en medio de un peligroso tiradero: no sólo los muebles y cuanto adorno pudo traerse abajo y destrozar llenaban el suelo, sino la colección de botellas de los más diversos licores que el pelifucsia conservaba en la sala de su departamento, traída –en mala hora, aunque sin pizca de perversa intención- por Hiro, en aras de reemplazar todo lo que el mayor había quebrado y deshecho la primera vez. Todas sus preciadas botellas, una a una, habían sido reducidas a pedazos por su propia mano, como aquel héroe griego que se lanzó a un rebaño, pretendiendo en su locura acabar con sus enemigos[3].

Cansado por el esfuerzo a que lo obligara semejante faena, se tomó del respaldo del sillón, jadeando para recuperar el aliento. Al alzar la mirada se topó con el gran espejo del baño, en el cual miró su figura por primera vez en mucho tiempo. Si bien no pudo juzgarse objetivamente, se dio cuenta de lo deplorable de su aspecto. Excesivamente delgado por causa de la estricta dieta durante y tras el internamiento, y de todos los sufrimientos que le había tocado padecer, llevaba todavía el  yeso en la pierna, recordó, pues en verdad lo había olvidado, y su rostro –del cual jamás había gustado, ni siquiera en los momentos en que su pulcro ornato lo asemejara a los ángeles de belleza imperecedera- llevaba las tristes marcas de unas manos viles.

“Días de gozo, días de tristeza, lentamente me dejan atrás. Mientras trato de abrazarte, te desvaneces frente a mí. Eres sólo una ilusión. Cuando estoy despierto, mis lágrimas se han secado en las arenas del sueño. Soy una rosa floreciendo en el desierto”

Entonces, dio la impresión de que su furia comenzaba a amainar. Aquel reflejo parecía devolverlo lentamente a la realidad, volviendo a hacerlo sentir pequeño, vulnerable; vencido. Dos lágrimas rodaron desde sus ojos, pero sin el gimoteo o los gritos desaforados. Tanto se cristalizaron sus orbes que ya no pudo ver claramente, sino nublado. Avanzó hasta ponerse delante del sillón del que se sostenía, dejándose caer en él, acabando con la posibilidad de mirarse en el espejo. Ya no quería verse nunca más, porque había sido como si observara el estado al que pronto llegaría.

Volvió a llorar, pero esta vez por sí mismo. Sintió que se desdoblaba y era capaz de verse desde el exterior. Plañía porque a pesar de aquello, sabía muy bien que no habría retorno. La idea ya no era un fantasma errático en su subconsciente, sino una amenaza inevitable, que burlona, se abrazaba a su garganta. Con manos trémulas sacó papel y lápiz de la mesita de noche, colocados ahí estratégicamente para cuando la inspiración venía fugaz, bajo el cobijo de la diosa oscura y tenebrosa. Comenzó a escribir.

La aguda y armoniosa voz de Toshi llenaba sus oídos finalmente, porque a pesar de que la canción llevaba tiempo sonando, no fue hasta entonces que logró percibirla de manera consciente. Empero, desde que comenzara, no fue para él el tono de su amigo articulando la composición de su amante, sino los ladridos del perro infame, porque para él las palabras falaces de Yoshiki equivalían a los sarcasmos de Atsushi. Ambos habían destrozado su juicio, ¿a qué hacer diferencia?

Rió con amargura, escribiendo el encabezado de su nota. ¿Cómo era que el rubio podía componer aquellas endechas, si jamás había probado la amargura del dolor, así como él la estaba sintiendo? Sin duda, ambos eran la misma basura: uno cínico y sádico, cruel en su trato y en su verbo; el otro, aparentemente dulce y sensible, pero de corazón malvado. Se corrigió: el pianista era el peor de los dos, porque Sakurai jamás en la vida le juró que lo amaba.

Sus risotadas estrepitosas no fueron desoídas, interpretadas como una altanera burla al fatal desenlace. Los númenes de la muerte circundaban ya su trastornada cabeza, y como si pudiera percibirlos, no se atrevió a levantar la mirada. Con todo, Izanami[4] implacable cantó una nenia dolorosa, tomando para ello –oh, cruel- el tono de la peor de las voces.

Conforme el lapicero se deslizaba por el papel, su trazo se hacía más y más tembloroso, más acongojado, siendo sólo el reflejo de su vulnerable interior. Las palabras tendrían que ser las más rabiosas y atroces que pudo imaginar, porque su inestable talante comenzaba a resucitar la más mórbida de sus facetas.

-Te vas a arrepentir… ¡Te vas a arrepentir tanto de lo que hiciste!- gritó, estrujando el instrumento de escritura entre sus dedos, llegando a quebrarlo –Desearás seguirme para suplicar que te perdone, ¡pero preferiría morir una y mil veces más antes de volver a mirar tu odiado rostro!-

Sin importarle ya nada, encaró la melodía de la diosa, dolido en su corto entendimiento humano, por cuanto justo quien le había creado, fuera entonces a arrancarle del mundo. La tinta oscura manchó sus dedos y su mano, acabando incluso en sus mejillas cuando llevó los dedos crispados a ellas. Su lamento, profundo y desahuciado, constituyó el colofón de la triste carta: arrebatado como ya se encontraba, intentó articular horrendos insultos, los cuales acalló llevándose los dedos a la boca. Arrancándose las uñas una a una.

“Es un sueño, estoy enamorado de ti. Sostenme cálidamente con tus brazos. Despierto de mi sueño. No puedo encontrar mi camino sin ti”

El papel, manchado con tinta y sangre, quedó sobre la mesa, indolente. Sólo un espectador. Aunque sus manos, destrozadas, palpitaban con el pulso de su corazón moribundo, tejieron para él el lazo que estaba por abrazar su cuello. Irónicamente alto, pues aquel no era para un hombre, sino para el polvo que cubría la tierra.

“El sueño acaba. Ya no puedo escuchar la voz de tus amables palabras, que reverbera de paredes manchadas de lágrimas. Despertando por la mañana, me sumiré en mis sueños. Hasta que pueda olvidar tu amor”

Ascendió para descender, adornando su marmórea cerviz con indigna gargantilla. Cediendo al yugo autoimpuesto, agachó la frente, y la luenga cabellera se adelantó a amortajarlo. -“Cántame siempre una melodía de compasión por mi fealdad… y estate conmigo… y sonríe. Tú derramas tu profuso amor… siempre sobre mi fealdad… entonces quédate conmigo… y no llores. Sé mío… sé sólo mío”- murmuró con el hilo de voz que aún le restaba. Adiós jamás correspondido; último reproche a la diosa inclemente de quien era marioneta. Su pierna sana se movió por vez postrera, despojándolo para siempre de la insoportable vida, que resistiéndose, la muy sádica, pugnaba, dejando patentes las marcas de las convulsiones. Inútil. Acabó naufragando su existencia maldecida.

Suspendido, cual macabro ornato, su cuerpo inerte adornó la devastada habitación hasta la mañana siguiente.

“Lluvia sin fin, cae en mi corazón, en esta lastimada alma. Déjame olvidar, todo el odio, toda la tristeza. Lluvia sin fin, déjame permanecer como un recuerdo en tu corazón. Déjame acoger tus lágrimas, arropar tus recuerdos”



[1] Endless Rain, sexta canción del disco Blue Blood de X-Japan.

[2] Revista japonesa dedicada a la música y los integrantes de las bandas del momento.

[3] Áyax Telamonio, cuya historia fue recogida por Sófocles en la tragedia que lleva el mismo nombre que el héroe.

[4] Izanami, diosa sintoísta de la creación junto a su pareja Izanagi, identificada posteriormente con la muerte. 


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