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Inmortalidad de Marfil por Toko-chan

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Notas del capitulo:

Buenos días y, lo primero de todo, inmensas disculpas por lo que he tardado en actualizar el fic, perdí la inspiración para este capítulo por un momento, pensé que tenía que hacerlo bien y no me venían las palabras. Era frustrante. Pero finalmente aquí está y espero que os guste, aviso que hay lemon así que como mínimo creo que eso será de vuestro agrado xDD

 

Esta es la penúltima parte así que el siguiente capítulo ya será el final de esta historia, no os tocará sufrir mucho más por la espera. y... nada más que decir, disfrutad ;)

Tercera parte: Oasis de luna llena:

Una ráfaga de viento cimbró las desnudas, escuálidas brancas de algunos árboles, mientras las de otros rebosantes de oscuro follaje tiritaban ateridas por el frío. El cielo era inexistente en sus ropajes de luto, se cernía sobre las dos esbeltas figuras que, desguarnecidas, se hallaban clavadas en la nieve como si fueran dos espantapájaros.

Apretó el agarre sobre el arco sintiendo que en cualquier momento se le escurriría a causa del frío sudor que le estaba acometiendo. Sus piernas, aún sosteniéndole, amenazaban con desfallecer y perder resorte bajo su peso. Miró al hombre frente a él que le devolvía la mirada con los brazos cruzados.

No sabía lo correcto a decir en esos momentos. ¿Como saberlo? Sólo podía intuir lo que le dictaba la necesidad.

—¿Donde has estado? —preguntó, al fin.

—Vagando por las altas cumbres.

Zillah frunció el ceño ante la ambigua respuesta del otro hombre que, pese a no pillarle desprevenido dada su intrínseca personalidad juguetona, en tal situación no hacía más que erizar sus nervios.

—¿Por las cumbres abismales de la muerte? —retrucó.

Sirio arrancó a reír con una carcajada perruna, indómita como aquellas que acostumbraba a soltar cuando juntos hacían alguna travesura, o cuando chinchaba la, por lo general, sosegada personalidad de Zillah; también como las que liberaba otros días en los que escalaban el árbol milenario que se atrincheraba tras la rocosa cueva de Derbith —a cientos de pies del poblado—, desde donde se podían contemplar las infinitas cordilleras. Una risa que, aunque familiar, sonó más agresiva y bárbara de lo usual.

—Todos creen eso. Hace meses que se celebró tu funeral —insistió Zillah.

Sirio paró de reír agarrándose el estómago con los brazos y sacudió la cabeza.

—Nomás faltaría, la leyes sabiamente lo pactan —dijo, risueño—. ¡Una semana!

—No has respondido a mi pregunta.

—¿En serio?

—Tu respuesta no es de mi gusto al menos, Sirio —degustó el sabor de su nombre en su boca, recreándose en él a la par que avanzaba uno, dos y tres pasos alrededor del desaparecido. Lo examinó con una mirada evaluadora. Su cuerpo fibrado se intuía por los huecos en los que la roída ropa había sido hecha jirones, rajada por el torso, la espalda y el cuello en una rastra de tajos dispares; una de las mangas había sido extirpada y la otra, junto a los pantalones, estaban igual de maltratados que el resto de la camiseta. Pero lo que más inquietó al hombre de cabellera blanca fue que no había ni rastro de su armadura—. Por nuestra voluntad... ¿te has metido en una pelea con un centenar de osos?

Posicionándose tras su espalda tocó con sus dedos largos una profunda y reseca herida que se adivinaba cruzando la espalda de Sirio, bajo los omóplatos, resultaba rugosa al tacto y Zillah se estremeció.

—Debes de estar congelado —dijo, y lo rodeó por un lado para poder mirarle de frente, sus dedos índice y corazón aún reposando sobre la cicatriz.

Las orbes como obsidianas brillaron en la oscuridad tras el flequillo desigual y algo más largo de lo que lo había sido antes.

—Ya no siento frío. Estoy muerto —susurró con una voz de hielo.

Zillah lo contempló paralizado, sin parpadear. El rumor intranquilo de algunos roedores al corretear se hizo presente así como el ulular puntual de las aves nocturnas. Olía a rocío y a vapor de agua, a melancólica añoranza y un poco a soledad, también. Aparentemente curioso ante la falta de reacción, Sirio ladeó la cabeza un tanto dejando totalmente al descubierto sus ojos negros antes de hablar.

—Esperaba lágrimas de cachorro anegando tus ojos, pero ya que te parece no afectar mi presunta muerte me conformaré con lágrimas de cocodrilo. —Balanceó uno de los brazos que caían muertos a lo largo de su anatomía e hizo una referencia a la nieve—. Si no eres bueno en ello te echo un puñado del níveo manto, seguro que lagrimeas sin demasiados esfuerzos.

Entonces, en un visto y no visto, Zillah le estrujó del moflete sin misericordia al mismo tiempo que, ayudado de su propio cuerpo, le empujaba metros hacia atrás hasta acorralarlo contra uno de los miles de robustos troncos que crecían cuales atalayas silvestres. El otro hombre gimoteó doliente y sorprendido, pero no trató de zafarse del opresor agarre. Sus miradas se encontraron cerca, muy cerca, y ambos contuvieron la respiración al unísono, como si estuvieran conectados igual que piezas de un mismo mecanismo.

Con los labios trepidantes por la baja temperatura, Zillah, que era el más alto y delgado de los dos, recorrió el brazo de Sirio con la mano que descansaba contra la madera, subió en un roce prácticamente invisible sobrevolando el hombro y el hueco del cuello hasta que atenazó la mejilla desocupada.

—Hacía tiempo que no te hacía esto.

—Nunca lo hiciste de esta forma, con tanta mala leche —señaló el más bajo en un hilo de voz—. Me las vas a dejar rojas.

El vaho exudado de la boca entreabierta de Sirio al hablar golpeó como la miel del pecado contra sus labios. Zillah entornó los párpados, turbado por un anhelo que llevaba tiempo carcomiéndole las entrañas y que ahora, en ese momento tras haber creído que nunca volvería a verlo, tras haber sentido en sus carnes el horror de haberlo perdido para siempre, cobraba más fuerza que nunca.

Un ruido que alarmó a Zillah se escuchó a lo lejos procedente de la zona en la que las reducidas casuchas del poblado se alzaban robustas contra la intemperie. Quiso imponer distancia retrocediendo un paso. Viró la vista lo justo para percibir una tenue iluminación cálida a través de la noche.

—Zillah...

Volteó de nuevo hacia su amigo justo a tiempo para sentir como la mano fría le tomaba suavemente del mentón y le arrastraba en su dirección, conduciéndole hasta que sus bocas se unieron en un beso joven e inexperto. Al principio fue un simple contacto de labios. Luego este fue cobrando fuerza, pasión y deleite. Acallando en un muy remoto paradero de su conciencia cualquier atisbo de raciocinio, Zillah apresó el cuerpo de su amigo contra el resistente arbusto notando como la lengua se insinuaba desde la boca ajena. Sin detenerse a pensar, abrió la propia y le permitió la entrada; un sabor a hierba mentolada y a metal inundó su paladar mientras que un olor a fresco relente nocturno le acusó el olfato. Después de unos segundos de honesta entrega, Sirio cortó el beso con una retahíla de breves y rápidos mimos que fueron desperdigados por toda su cara hasta acabar en su cuello, donde le mordió con tierno delirio. Zillah jadeó sensitivo como un crío y, cuando al apretarse más contra él sintió una protuberancia clavándose en su pierna, oyó a un agitado Sirio maldecir entre dientes antes de arremeter de nuevo.

—Espera, detente... ¡Basta! —exclamó Zillah sin alzar demasiado el volumen. Enderezó la cabeza y echó un vistazo sobre su hombror13;. Hay alguien despierto en el poblado.

Sirio enarcó una gruesa ceja.

—¿Y te piensas que nos van a intuir a la distancia a la que estamos y con esta oscuridad? —dijo—. ¿Debo recordarte que día es hoy? Nadie en esa supersticiosa tribu tiene el arrojo ni la osadía necesaria para aventurarse lejos de su madriguera esta noche, cuando la esfera astral despierta.

El guerrero lo miró de soslayo sin dejar de prestar atención al diluído resplandor del hachón que alguien debía haber prendido.

—Los subestimas, Sirio.

El aludido chasqueó la lengua disconforme y una sonrisa tunante estiró sus labios.

—Sin embargo aquí estás tú, continuando con nuestro legado de imprudencias —dijo.

Una negativa en forma de cabeceo fue la respuesta del otro cuyo pelo se agitó como filosas briznas de hierba alta.

—Tu legado, el mérito es todo tuyo —puntualizó Zillah—. Yo solo soy tu escudero, no fuera que te metieras en líos demasiado... —Se le hizo un nudo en la garganta y lo último fue menos que un inaudible murmullo—...peliagudos.

La pesadumbre abrumó su mirada cian, ensombreciendo su expresión que no tardó en albergar conatos de un cruento arrepentimiento. Arrepentimiento por lo que había sucedido hacía ya unas cuantas lunas, por los acontecimientos que vertiginosos arrollaron sus vidas y que ni él ni su compatriota supieron predecir. Pero más que nada, arrepentimiento por haberse dejado consumir por la impotencia y los mandatos de su padre y de su pequeña comunidad, a raíz de los cuales abandonó a Sirio a su suerte en lugar de ir tras él.

Un suave contacto en su barbilla le impulsó la cabizbaja vista hacia arriba; el viento helado bailoteó a su alrededor como los tañidos de un campanario balsámico cuando sus ojos se encontraron con los de Sirio, que eran negros, muy negros.

—¿Qué crees que haces? —demandó Sirio, para su sorpresa.

Zillah se desasió del agarre con brusquedad rehuyendo de su mirada. Sirio le volvió a tomar del mentón.

—Zillah, escúchame, por favor. —Habló con un tono extraño, inusual en él—. No te culpes. No se te ocurra culparte por nada, ¿me oyes? Lo que pasó simplemente...

—¿Cuando dices "lo que pasó" a qué te refieres? Porque yo aún sigo ignorándolo —interrumpió Zillah aséptico.

Sirio resopló y sacudió la cabeza y con ella sus cabellos azabache.

—Pasara lo que pasara, tú no te debes achacar nada a tu conciencia. Ambos somos lo bastante adultos y maduros como para ser responsables de nuestras propias acciones, yo a veces no parezco muy maduro, es verdad, siempre me lo echas en cara, ¿vale? Como un crío, como un cachorro, lo sé. —Meneó la mano libre dándose cuenta de que se estaba yendo por las ramas—. Lo que quiero decir es que si nos metimos en asuntos peliagudos, como tu dices, fue por nuestra propia decisión. Tuya —murmuró— y mía.

Sus caras se encontraban a menos de un palmo de distancia en aquella extraña y tediosa atmósfera que había quedado sostenida en el aire. Las respiraciones de sendos guerreros, al igual que los ojos, engarzándose entre ellas como si fueran enredaderas y una lechuza ululó por encima, perdida entre el follaje de algún árbol perenne. Zillah no varió ni un ápice de su semblante impasible, retirándose al instante en que Sirio, impaciente como un perro malcriado ante su falta de respuesta, trató de mordisquearle el labio.

—No hagas eso.

—¿Por qué? Si te encanta.

Puso cara de cachorro apaleado provocando que Zillah sintiera ganas de tirarle de nuevo de los mofletes y soltarle un guantazo por idiota para, seguidamente, dejarse guiar por esa química tan pura como arrebatadora que le hacía querer poseer aquella boca roja y jugosa antes de perderse en zonas más íntimas y prohibidas. Pero no lo hizo. En su lugar dio media vuelta comenzando a caminar hacia el poblado, la idea de que las cosas no estaban bien en absoluto y de que Sirio no se merecía ser el único en haber sido castigado pululaban por su mente en una macabra letanía de risas bellacas.

Oyó el <<¡Hey, espera!>> de su amigo que al no recibir signo alguno de haber sido advertido masculló uno de sus típicos , de mal gusto. Sin hacer ningún ademán de frenar su ida, no pudo evitar que el calor le abrasara las mejillas ante la insinuación, familiar, común, pintoresca, que aún así dio vida a un mariposeo en su bajo vientre al recordar que ya no eran simples bromas entre machos viriles, frases dichas sin pensar y exentas de segundas intenciones.

Ahora parecía que todo había cambiado, para bien y para mal.

Cuando hubieron descendido la cumbre que zigzagueaba atravesando los rocosos montículos nevados desde el bosque hasta el poblado, silenciosos como sombras mientras eludían cualquier posible tropezón con algún deambulante, Sirio, pensativo, hizo rotar entre sus dedos la ligera y precisa saeta que Zillah antes le había arrojado. Zillah iba delante, pegado a la pared de uno de los hogares de adobe rojo. La luna todavía se alzaba redonda sobre ellos, magnánima. El cándido alumbrar de una antorcha los hizo detenerse al borde del recodo de una callejuela.

—Hay alguien ahí —susurró Zillah, apurando un rápido vistazo por el borde.

Sirio se acuclilló a un lado de sus rodillas para avistar algo entre la negrura noche.

—Es el Lechuzo. —Rió entre dientes en voz baja, aparentemente divertido—. Joder, es que mira que tiene tela, entre lo huraño y lo amargado y que no sabe meneársela solo no me extraña que se le escape el sueño.

Zillah elevó la comisura de los labios en una sonrisa de lado.

—Siempre está en los sitios más contraproducentes —afirmó—. ¿Y el alboroto que causaron Karel y Alexis cuando el muy mentecato se apostilló junto a sus casas de madrugada acompañado de un fuego y un asado?

—¿Asado? ¿Bromeas? ¡Eso apestaba! —Se lamentó Sirio arrugando la nariz ante el desagradable recuerdo. Con una rótula hincada en la nieve, se revolvió un poco provocando con sus cabellos un cosquilleo en la mano de Zillah que descansaba junto a su cadera—. Me cago en la puta, yo te juro que me juego el pescuezo a que se alivió aquella noche oteando por las ventanas de los desgraciados criajos.

—Eres un asqueroso, tío —dijo Zillah.

Ofuscado ante el adjetivo, le pellizcó con los dedos nervudos el mellizo derecho en son de venganza, sonsacándole una aguda exclamación quejumbrosa. Burlón, se llevó un dedo a los labios instándole a ser silencioso y no propiciar algarabía que los llevara a ser pescados infraganti.

Zillah frunció el entrecejo, contrariado, pareció que iba a atizarle un buen coscorrón pero entonces un estruendo les alertó.

—¿Quién anda ahí?

La áspera cuestión fue dicha con una voz gangosa y deteriorada, unos marcados pasos les advirtieron de que el hombre se había movido de su sitio con pretensión de encontrar la presencia que creía haber percibido. Su grito podría haber despertado a los cohabitantes del lugar pero el silencio no tuvo más irregularidades que denotasen dicho despertar. Sirio hizo un guiño de ojos para, seguidamente, con manos fibradas y brazos todavía más fibrados, agarrarse del alféizar del ventanuco más próximo antes de impulsarse sobre los pies para encaramarse fácil y diestramente. Hizo una seña a Zillah que lo siguió tras aflorar un suspiro que no consiguió ocultar del todo la incipiente sonrisa. Treparon hasta el frágil tejado que mugió vagamente bajo su peso. Cuidadosamente, se deslizaron a través de la cubierta a la vez que oteaban de vez en cuando los pasos del Lechuzo, yendo de lado a lado con parsimonia y un semblante misántropo deformando sus ya de por sí no especialmente agraciados rasgos, donde unos ojos pequeños como los de una rata escudriñaban las sombras cual carcelero.

Bajaron por el lado contrario al que se hallaban. Al tocar suelo firme, Sirio se llevó una mano a la boca ahogando una revoltosa risotada, se agachó y acumuló nieve en un puñado que apiló entre las manos desnudas hasta crear una bola irregular y amorfa. Zillah, aparentemente apático, elevó un delineada ceja en un arco perfecto; ante la sonrisilla malévola y el destello guasón en los ojos negros, puso los suyos propios en blanco y <Eres peor que un crío>, dijo.

Se lo debió tomar como un cumplido porque, sin hacer aspavientos y con una pericia brillante, se asomó, medio agachado, por una de las esquinas de las sólidas paredes y, nada más ver la cabeza del Lechuzo despuntar a lo lejos con un rictus huraño y una mirada encendida, lanzó la bola con fuerza.

Zillah solo lo vio agitar el brazo, la bola salir volando y luego el exabrupto sobresaltado del bárbaro al estallar la nieve en <Toda la coronilla, macho, fabuloso> según las palabras de Sirio, entrecortadas mientras corrían tratando de pasar desapercibidos hasta la casa del primero.
—¡Cuando te pille te voy a desollar el pescuezo, infeliz! —Los gritos airados del hombre se perdieron en la lejanía despertando, probablemente, a alguna que otra persona—. ¡Dónde te voy a meter las bolitas cuando descubra quien eres...!

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Con una última mirada a la puerta cerrada al final del oscuro y estrecho corredor para asegurarse de que sus padres continuaban inalterables y dormidos, Zillah tiró del pomo suavemente hasta que él y Sirio quedaron encerrados en la exigua alcoba; aún se preguntaba por qué se arriesgaba a llevarlo a su casa. El haz de luz que se filtraba por la enjuta ventana, más que iluminar, creaba un relieve de sombras plateadas sobre la cama y parte del suelo. Era notable el cambio de temperatura que las gruesas paredes de piedra acogían en la vivienda pero no por eso dejaba de ser frío ni de sentirse la humedad cortante del clima invernal erizando el vello corporal.

Cuando Sirio se apoltronó en el colchón la luz jugueteó sobre sus facciones finas y su pelo oscuro.

—¿No te preocupa que despertemos a tus padres?

La repentina pregunta, apenas murmurada, desvinculó al peliblanco de su profuso escrutinio sobre la anatomía de Sirio. Con pasos pausados se acercó a él y se sentó en una esquina de la cama.

—No tenemos porque ser escandalosos.

—Oh... Eso depende de cuánto control tengas sobre ti mismo —dijo Sirio vacilón, provocando un rubor candente en su compañero. Soltó una carcajada—. No te recordaba tan virginal cuando hablábamos de chicas.

—Shh... —chistó Zillah—. ¿Quieres callarte y no hacer ruido? —Se masajeó las sienes con paciencia al ver cómo, con total pasotismo, Sirio se pasaba los brazos por detrás de la cabeza y estiraba sus piernas sobre su regazo; una mueca de falsa inocencia en su rostro. Un poco intimidado ante semejante descaro, y sintiendo que los nervios y el deseo se reavivaron en su interior, decidió tomar la ofensiva—. Te vi en la montaña.

—¿En serio? Creí que estaba soñando cuando casi me perforas con tu flecha.

Zillah arrugó los labios, contrariado ante lo poco que ponía de su parte el otro.

—Que gracioso es el hombretón. —Se cachondeó al tiempo que le golpeaba el hombro, pero sus ojos eran puro hielo escarchado, unos ojos que no admitían broma alguna.

—¡Ah...! ¿Quieres dejar de maltratarme?

—¿Quieres dejar de ser un imbécil? —retrucó, no permitiéndose amilanarse ante el falso puchero herido de Sirio que juntó las manos en una pose de plegaria.

—Prometo intentar ser menos imbécil.

El tiempo transcurría a una velocidad anormal, como si lo hubieran embotellado al vacío y le supusiera un terrible esfuerzo seguir avanzando. Era irreal, fantasmal, igual que la figura de Sirio en medio de la penumbra acechado por las sombras del mundo nocturno. Se habían quedado en silencio, segundos, minutos, ni siquiera importaba cuando la presencia del otro resultaba un analgésico temporal para sus problemas.

Pero no podía durar para siempre.

—Me tengo que marchar antes de que amanezca, Zillah.

Su voz ya no destilaba gracia ni diversión ni infantil entretenimiento, ya no era un pitorreo ligero de quien se cree el dueño de toda su vida; pasado, presente y futuro. Ahora había algo más, una seriedad insólita en él tamizada con lo que Zillah creyó identificar como una melancólica pesadumbre. Tenía la vista perdida en las móviles tinieblas del mundo salvaje.

¿A donde tenía que marcharse? ¿Acaso no era este su hogar? <No> dijo una voz en su interior, maliciosa, <Ha dejado de ser uno de los nuestros>. Y a pesar de saberlo, se negaba a aceptarlo, no hasta escucharlo de sus propios labios.

—El lobo de la montaña, aquel con el que batallé...

—Era yo.

—¿Cómo?

Sirio permaneció en silencio unos instantes.

—Jugamos con lo que no debíamos —dijo, por fin—. ¿Recuerdas el boceto? Claro que lo recuerdas. Aquel boceto que encontramos en la cueva del este, junto al dibujo del mapa y al acertijo dirigido a aquellas mentes codiciosas que ansiaran la inmortalidad, todo eso —Hizo una pausa— perteneció a un antiguo hechicero.

Boquiabierto y ligeramente escéptico, Zillah contempló cómo su amigo reía con una risa carente de alegría sacudiendo la cabeza repetidamente.

—Por nuestra voluntad... ¡Aún padeciéndolo me es imposible no encontrarlo absurdo!

—Frena un minuto. ¿Un hechicero? ¿Te refieres a un mago con magia que al agitar una varita es capaz de invocar a los elementos? ¿A un mago de esos que vuelan en escobas cuando cae la noche? —En algún momento su brazo había cobrado vida propia y le había tomado de la nuca a Sirio, se había aproximado por inercia y sus ojos azules se habían clavado fijamente en los oscuros del otro, instándole a responder—. ¿A semejante calamidad te refieres?

Sirio le devolvió la mirada sin parpadear. Tras un breve suspiro, ladeó la cabeza.

—¿Acaso importa si volaba en escoba, en vaca o si quizás simplemente se desplazaba por tierra como todo humilde humano? —Apartó la mano de Zillah de su nuca y la retuvo entre en su propia mano con suavidad, suspendida en el aire. Luego pareció vacilar antes de continuar—: Escucha, comprendo que es difícil de creer, y sobre todo de asimilar, pero ojalá la existencia del mago fuese nuestro mayor problema.

Zillah hizo ademán de ir a preguntar algo pero el otro le atajó con una disminución de la distancia que los separaba, dejando sus bocas muy juntas, demasiado juntas. Tanto que Zillah creyó que el corazón se le subiría a la garganta para luego asfixiarlo.

—El hechicero, por muy hechicero que fuera, terminó siendo una víctima más de esta historia. —Y agregó—: Igual que yo.

El hálito que Sirio expulsaba al hablar caía directamente sobre sus labios sensibilizados como si fuera una maldición, y estaba haciendo estragos en la entereza que Zillah tanto deseaba mantener. Que tanto odiaba perder.

—¿Tú una víctima? —retrucó en apenas un hilo de voz.

Sirio sonrió y la distancia que los separaba era para entonces tan mediocre que Zillah casi creyó percibir el movimiento de la sonrisa cosquillearle como una pluma por su mejilla. Los ojos de su amigo eran dos lunas de carbón perforando su alma, robándosela para no devolverla nunca jamás.

—Estoy muerto. —Le cogió la otra mano y la colocó ahuecando su propio moflete—. Estoy helado. Soy una sombra de lo que solía ser y, en cuanto acabe esta noche, la del ojo abierto de la luna, seré una fiera, sin recuerdos, sin emociones humanas, sin deseos más allá de los de devorar al ciervo de turno o al cazador desafortunado con el que tropiecen mis pezuñas. No más deseos además de aullar a la jodida luna o correr sobre mis patas para revolcarme en la nieve como tantas veces hicimos juntos, tú y yo. No más deseos sino los básicos de los seres vivos, por lo que...—Zillah lo notó contener el aliento, sus pestañas cayeron un segundo antes de volver a abrirse para así agitar de nuevo su mundo con su mirada llameante—. ¿Qué pasará con mi más ardoroso anhelo? ¿Qué pasará con mi deseo de corromperte como nunca lo he hecho para luego amarte como nunca —Su boca se acercó al oído de Zillah— nos —Y su voz se tornó grave— permitirían?

Un estremecimiento cruzó como un tifón por cada una de sus vértebras al asimilar su cerebro las palabras que Sirio acababa de pronunciar. La alcoba pareció estremecerse con él, como si entendiera y compartiera el sentir de su dueño. Luego, sin dar pie a que el tiempo continuara avanzando vanamente, Zillah volteó la cabeza lo justo para que sus labios encajasen con los de Sirio, que lo recibió con la boca abierta y el alma en erupción.

Durante incontables minutos sendas bocas danzaron una sobre la otra, a ratos con frenesí, a ratos con dulzura y parsimonia. Zillah se dejó arrollar por ese sabor mentolado y a acero que los labios de Sirio dejaban sobre los suyos; por el ritmo de su corazón acelerado cuando el pelinegro cambió los roles y lo empujó contra la cama para subirse luego encima de él.

—Es una pena que esté todo tan oscuro —susurró en el oído de Zillah mientras, con su mano derecha, acariciaba uno de sus pezones bajo la ropa del pijama—. Tu sonrojo se apreciaría mucho mejor con algo más de luz.

Zillah quiso protestar, pero fue más como un jadeo. Sirio rió suavemente antes de morderle el cuello con tal de sonsacarle más de aquellos celestiales sonidos. O infernales. Sus cuerpos se pegaban, trataban de juntarse más y más, como si quisieran ser uno solo. Pronto, entre besos, mordiscos y lametones que arrancaron más de un quedo gemido, Sirio se había deshecho de toda su ropa —la cual había encontrado su lugar en algún rincón del cuarto— y trataba de quitarle a Zillah la última prenda. Tiró del borde de los calzoncillos y se relamió los labios al ver el miembro de su amigo asomar, rígido.

—Ah... ah... —Zillah apenas podía hilvanar una frase coherente, su respiración estaba agitada, loca, loca como él mismo ante todas esas atenciones que su cuerpo estaba recibiendo— ¿Vas a... ah... quedarte mirando toda la noche?

—No es mala idea —susurró, dejando caer su aliento sobre la punta del pene de Zillah, provocando que este arqueara la espalda ligeramente.

—Tú... —advirtió.

—Shh, no te pongas agresivo. —Sirio le deslizó un dedo por la ingle, rozando el vello púbico, que le mandó temblores por las piernas—. Nadie en su sano juicio se limitaría a mirar teniéndote así.

Con acierto, Zillah medio enderezó la cabeza queriendo añadir que, de hecho, él no estaba en su sano juicio. Pero entonces vio las pupilas de Sirio dilatadas, indistintas del iris de sus ojos, iridiscentes con un deseo visceral justo antes coger su pene y metérselo en la boca de golpe. Zillah no puedo evitar el ronco gemido que nació en su garganta al sentir aquella cálida cavidad envolverle y succionarle con rapidez, con fuerza, sin darle tregua. Tuvo que morderse el labio hasta el punto de hacerlo sangrar para no hacer demasiado ruido.

—Parece que alguien se ha vuelto escandaloso —se burló Sirio, dejando a un lado su labor—. Zilly, te recuerdo que no podemos hacer ruido, tus padres...

—Cállate, imbécil —cortó el otro con sequedad. Tomó varias bocanadas de aire intentando regularizar su respiración e ignorando la carcajada silenciosa de su amigo. Luego se elevó sobre su codo para mirarle a los ojos— ¿Por qué paras?

Para su regocijo, su pregunta hizo a Sirio abrir los ojos sorprendido y silbar.

—Si que te has vuelto mandón.

—Entonces no desobedezcas —ordenó Zillah, al tiempo que tomaba a Sirio del cuello y, con una sonrisa ladeada, lo tiraba contra él volviendo a iniciar una ronda de besos, restregándose ambos, sintiendo sus duros abdominales, el sudor corporal de los dos mezclado, sus jadeos en la boca del otro, mientras embestían con sus penes ya goteantes juntos.

Zillah no pudo resistir la tentación de envolver el miembro de su amigo con su mano y comenzar a masturbarle. Un gemido le llegó al oído a la vez que un algo tiró de sus cabellos largos.

—Silencio y cuidado con el género, Siri —se quejó, burlón.

—Eres un puto lobo... mm... vestido de cordero —jadeó el pelinegro—. Ya basta de juegos, entonces.

Sin previo aviso se deshizo del contacto de un sorprendido Zillah que solo atinó a mirar como su amigo se lamía los dedos para luego metérselos en su propio trasero, entre quedos gemidos. Por un momento, pensó si eso no sería antihigiénico, pero no tardó en desechar el pensamiento ante las vistas de las que gozaban sus ojos. A Sirio. Su amigo Sirio de toda la vida. Con los dedos metidos en el recto y los ojos cerrados en una expresión de éxtasis. Tragó saliva, repentinamente más excitado de lo que ya de por sí estaba.

Después de ello todo transcurrió en una nebulosa de fruición y sentimientos a flor de piel. Especialmente cuando llegó el momento en el que Zillah hundió su miembro dentro de Sirio, y este emitió un sonido quejumbroso difícil de escuchar en él en cualquier otra situación; sus ojos, sin embargo, eran más bravíos y osados que nunca antes. Sus lenguas se enlazaron con ternura mientras ambos se adaptaron a la sensación de estar completos, luego se inició un vaivén de penetraciones, algo erráticas las primeras, pero no por eso menos satisfactorias. Estaba tan caliente y apretado. Estar dentro de Sirio era el paraíso en tierra, y ver su cara distorsionada por el placer como ver al mismo Dios, si es que existía alguno.

Hubo un momento en el que a Zillah le pareció oír un ruido proveniente del pasillo y la bilis casi le sube por la garganta del susto, pero no pasó nada más, y Sirio le lamió el lóbulo de la oreja, y continuó auto-penetrándose, por lo que Zillah se preguntó <<¿Para qué seguir preocupándose teniendo a Sirio como lo tenía? ¿Solo para él?>>.

Podría a mandar a tomar viento todo. A la santa mierda.

—¡Zillah... mm!

Lo agarró de las caderas al escuchar su jadeo para profundizar las últimas estocadas.

Todo a paseo si así podían quedarse en aquel oasis por solo un segundo más.

Sirio eyaculó sobre su marcado abdomen con un último gritillo que trató de sosegar; la luz tenue que apenas entraba por la ventana se derramaba sobre su desorden de cabello negro y sobre sus blancas y sudorosas mejillas ahora encendidas como dos linternas. Los espasmos de su cuerpo mandaron señales al de Zillah que también se dejó ir dentro de aquella cavidad. No pudo contener el jadear el nombre de Sirio con fuerza y dio gracias, y tanto que las dio, a que esté fue ágil y cubrió su boca con la suya, amortiguando el sonido lo mejor que pudo.

—¡Wow! —exclamó Sirio unos minutos más tarde. Se había dejado caer a un lado de Zillah sobre el colchón y descansaba ambas manos sobre su estómago—. Eso es un polvo entre bestias.

Una risa infantil escapó de los labios de Zillah.

—Bestias, ¿eh? —También tumbado y tratando de normalizar la respiración, volteó hacia su amigo—. Nunca te había imaginado tan sumiso, Siri.

—Eh, Cenicienta, ¿puedes cortar con eso de "Siri" ya?

Zillah se carcajeó abiertamente.

—Siri es tu alter-ego femenino, nunca lo había conocido hasta hoy.

Sirio rodó los ojos, medio molesto. Señaló:

—Y dale con la coña. Yo no soy el que estaba sonrojado como un virginal y ha tenido que dejar que el otro lleve las riendas.

—Tú no has llevado las riendas —protestó Zillah, ruborizado.

—Dite eso si te hace sentir mejor.

—Y era virgen así que no es tan raro que... pareciese virginal —murmuró en un tono casi avergonzado, desviando la mirada hacia el techo.

Divertido por las palabras de su amigo, Sirio se acodó de lado junto a la almohada para poder contemplarlo mejor. Tenía el entrecejo fruncido y sus ojos azules ahora le miraban de vuelta.

Una sonrisa estúpida cruzó el rostro de Sirio.

—¿Que? —preguntó Zillah—. ¿De que te ríes?

—Mm... Te ves endiabladamente caliente tal y como estás. Con la cara como un tomate, tus fantásticos ojos azules brillantes como dos estrellas y el pelo —enredó dos dedos en uno de los blancos mechones— desparramado sobre la cama hacia todos los lados. Todo indica post-orgásmico. —Sonrió de forma que se le vieron todos los dientes, incluso los afilados colmillos de los que siempre hizo gala.

Zillah le golpeó la frente con flojedad en un intento por ocultar que sus palabras le azoraban y gustaban al mismo tiempo.

—No me alagues como a una mujer.

—Conste que yo también era virgen. Ya lo sabes.

—Por desgracia lo sé, nunca se te ha dado bien guardar silencio sobre la intimidad —dijo Zillah mientras se sentaba en la cama y pretendía buscar con la mirada su ropa por la habitación.

—Bueno, tengo un buen motivo a mi favor —adujo, acercándose y acorralándole contra el marco de la ventana—. Yo ya sabía desde hace mucho que nuestra intimidad iba a estar unida de alguna forma.

Juguetón, Zillah fue a darle un beso a Sirio pero algo en la expresión de este lo detuvo. Ya no le miraba a él, sino que su vista estaba perdida más allá, al otro lado del cristal.

—¿Sirio?

—Tengo que irme —dijo este, cortante.

Zillah le vio ponerse en pie rápidamente y reunir su ropa desperdigada por la habitación. De alguna forma su actitud le dolió en algún punto de su ego y conciencia. Pero tratando de ser razonable, y recordando como por arte de magia todo lo acontecido y dejando de fingir que eran dos personas sin problemas, amándose y ya está, supo que debía de ser algo serio.

—¿Alguien te obliga a marcharte? —suspicaz, Zillah echó una mirada al cielo rosado del exterior. Estaba amaneciendo—. ¿Antes del amanecer?

Sirio acabó de ponerse la camiseta —la camiseta rota— con una media sonrisa apenada.

—¿Suena a cuento de hadas, verdad? —ironizó—. Ya te lo he dicho antes. No soy quién era y en cuanto amanezca tengo que estar donde Madre.

El cazador peliblanco frunció el ceño, confuso, antes de preguntar:

—¿Madre?

—La que me hizo esto —se señaló a sí mismo.

—¿Quieres decir la que apareció en el lago? ¿Aquella mujer? ¿Es eso? Sirio, respóndeme.

El aludido dejó escapar un suspiro entre cansado e impaciente. Se frotó la frente y se acercó a Zillah. Le cogió con dureza de ambos lados de la cara y le obligó a mirarle.

—Escuchame, Zillah. Realmente tengo que irme, no me queda tiempo —dictaminó—. Volveré... el mes que viene, te lo prometo.

Zillah sacudió la cabeza, disconforme. Aunque ya lo sabía, inquirió:

—¿En luna llena?

—En luna llena.

—No —dijo—. Llévame contigo.

El otro resopló, un destello de desesperación quebrando su siempre calmado semblante.

—Por supuesto que no. —Zillah abrió la boca en ademán de protesta pero Sirio lo hizo callar con un dedo—. Sabía que esto pasaría por tu atolondrada cabeza, ¡y no me digas que el atolondrado soy yo porque en este momento lo estás siendo tú! —Suspiró—. Te prohíbo que me sigas. No saldría nada bueno de ello, de verdad, yo no tengo salvación. Una vez somos lobos perdemos todo tipo de recuerdos o emociones humanas, entiende eso y olvida la idea de convertirte también en lobo que sé que te ronda por la cabeza. Si haces eso nos perderíamos el uno al otro.

—Ya te he perdido.

El susurro afilado de Zillah le golpeó como la bofetada de un titán, atronando su alma con un pérfido dolor puntiagudo. Porque lo sabía, sabía que en muchos aspectos Zillah tenía razón. Con el alma en vilo, depositó un último beso sobre los labios de su amigo, que temblaron ante el contacto suave y fugaz como la caricia de una fantasma.

Luego, Sirio se había ido por la puerta, sigiloso como una sombra. Zillah lo siguió fuera de su habitación sin pararse a pensar en que él todavía estaba desnudo y la gente ya comenzaba a despertar de su letargo. Descendió apresurado hasta la cocina, donde se hallaba la puerta de entrada, con una incipiente sensación de desasosiego creciendo en la boca del estómago. La puerta estaba entreabierta y un frío letal se filtraba hacia el interior congelándole el cuerpo. Sirio se había ido.

Un crujido se escuchó de donde estaban las escaleras.

—¿Hermano? ¿Qué haces ahí parado desnudo? —preguntó Aina acabando de bajar el último eslabón.

Pero Zillah no contestó, ni volteó, solo cerró la puerta temiendo que su hermana viese sus ojos rojos y las lágrimas que descendían por su cara sin piedad.

La mañana la había pasado en un extraño estado de aturdimiento, el psicotrópico de la derrota fluyendo por los continentes de su sangre guerrera. Aina se había acercado a él al encontrarlo así, le había puesto una mano sobre el hombro fraternalmente y le había hablado:

—Zillah, ¿que ocurre? ¿me oyes?

Ella sabía que su hermano estaba sufriendo como nadie la pérdida de Sirio. Ella siempre supo, y de alguna manera aceptó, que nunca habría nadie en la vida que superara la unión que él y su hermano habían tenido; todo el mundo lo sabía pero trataba de negárselo porque escapaba a sus cuadradas mentalidades. Aina no. Siempre quiso ir junto a Zillah y decirle que todo estaba bien, que ella lo apoyaba, que podía querer a quien quisiera aunque aquello no fuera verdad. Pero nunca se había atrevido.

Aquella mañana Zillah la había apartado de un brusco manotazo, nada habitual en él —por lo menos no con ella—, y había subido las escaleras y cerrado su puerta con un golpe seco. Golpe seco que despertó a sus padres. Después de eso, ellos le habían interrogado a ella que solo se había encogido de hombros, lamentando no ser lo suficientemente sagaz como para inventar una excusa creíble para el comportamiento de su hermano y así evitar el enfrentamiento que seguiría minutos después.

—Siéntate.

Zillah obedeció con impasibilidad la orden de su padre. Se deslizó desde las escaleras, ya vestido, hasta una de las sillas de la cocina. Aina y su madre estaban a un lado de la sala, ambas con expresión compungida debido al rictus furioso que amenazaba con estallar en el rostro del hombre más mayor, separado de Zillah por la mesa de madera y un cesto de frutas.

El hombre se paseó de izquierda a derecha como un león enjaulado.

—No voy a preguntar a qué ha venido ese portazo a estas horas de la mañana y tu consiguiente encerrona, Zillah. No soy un policía de niños de párvulos —empezó con voz autoritaria, sin dejar de moverse. Zillah, en cambio, no se inmuto. Permanecía con la mirada gacha y la espalda recta—. Vas a dejar atrás a Sirio ya.

—¿Por qué metes a Sirio en esto sin saber lo que ha pasado? —inquirió la voz de su hermano, aséptica.

—¡Porque TODO tiene que ver con él! —expresó, iracundo.

Aina contuvo la respiración, sintiendo una rabia a favor de su hermano. Fue su madre, no obstante, la que le dirigió una mirada dura a su padre que no admitía réplica. Este solo bufó al verla y se detuvo apoyando sus manos en el respaldo de la silla.

—Desde que el chico murió desafortunadamente...

—Desapareció —corrigió Zillah.

—Desapareció y se le dio por muerto —corrigió de mala gana su padre—. Desde entonces has sido peor que un muerto viviente, tienes ataques de ira, contestas malamente,..

Zillah levantó la mirada por primera vez viéndose un tanto sorprendido.

—¿Ataques de ira? —repitió, pero su padre desmereció su pregunta con una sacudida ampulosa de uno de sus brazos fornidos.

—Tienes... que superar... su muerte.

El hombre de corpulenta constitución pronunció las palabras con lentitud, como queriendo revolcarse en ellas, enfatizarlas, tallarlas a fuego en la mente de Zillah. Ninguno de los dos rompió el contacto visual ni se amedrentó ante la determinación del otro. Aina pudo ver, sobrecogida y al mismo tiempo admirada, el fuego ardiendo con una voluntad férrea tras los ojos azules de su hermano. Juraría que nunca habían estado así antes.

Entonces, una pregunta hendió el ambiente como una daga:

—¿Superarías tú la muerte de mamá, padre?

Un ángel sobrevoló la estancia de inmediato. El tiempo se detuvo. Aina abrió los ojos mientras susurraba el nombre de Zillah. Se escuchaba gente ya en las nevadas calles del poblado, pero nada en aquella habitación. Sintió a su madre estremecerse a su lado y tuvo miedo de mirar y ver la decepción en su rostro, ver la decepción hacia su hermano. Por otro lado, su padre casi parecía haberse quedado sin respiración, congelado como una estatua, miraba a su propio hijo como si no lo reconociera. Segundos más tarde, pero, el hombre reaccionó, respiró hondo y lo soltó todo de golpe.

—Espero que sepas donde debe quedar eso que has dicho —siseó—. En tu cabeza, bajo toneladas de piedras.

—Siempre lo habéis sabido. ¿Acaso no tengo derecho a ser feliz? —profirió Zillah, alzando la voz por primera vez en toda la conversación.

—¡¡Está muerto!!

Su padre golpeó la mesa con su puño con tanta fuerza que Aina casi creyó que esta quebraría; los ojos irradiaban una furia incontenible; un par de frutos cayeron del cesto. Al parecer el estallido hizo que Zillah perdiera los nervios de una vez por todas, porque se levantó de la mesa con la barbilla bien alta y un aire de majestuosidad que pocos tenían, incluso entre los mejores cazadores de la tribu.

—¿¡Algo cambiaría si no estuviese muerto?! ¿Me dejarías estar con él? —No le dio a su padre la oportunidad de contestar, sino que con una perfecta imitación de su anterior movimiento, golpeó su lado de la mesa a la vez que declaraba—: ¡No! ¡No me dejarías, porque te importa una mierda como tu hijo o tus seres queridos se sientan!

Ante el porrazo contra la mesa, una de las frutas que había caído del cesto se precipitó hasta el suelo. El hombre mayor dio una paso hacia atrás, aparentemente dolido por las duras palabras de su hijo.

—Zillah, ya basta —interrumpió su madre con tono severo.

Aina la miró. ¿No se iba a poner de parte de su padre, verdad? Su madre tenía que comprenderlo, como lo hacía ella.

—No, madre, no basta —cortó su hermano girándose hacia ellas—. ¡Tú eres igual que él!

—¿Crees que vale la pena discutir por alguien que ya no está con nosotros? —preguntó la mujer, suavizando el tono.

—¡Por supuesto que sí!

Fue en ese momento que Aina lo vio, un algo extraño rielando en el iris azulado de su hermano, como el reflejo de la luz tiembla en el agua. Un destello de esperanza, una llama aún encendida, una llama que buscaba algo. La chica parpadeó y sacudió la cabeza. ¿Qué ocultaba su hermano Zillah?

—Hoy mismo me encargaré de buscar una pretendienta para ti y nunca más, jamás en esta vida, se volverá a hablar de esto, Zillah —volvió a intervenir su padre, lucía repentinamente más cansado pero no le flaqueó la voz al hablar.

Al parecer a Zillah le tomó desprevenido lo dicho por su progenitor porque se quedó mudo un instante antes de prorrumpir en una estentórea carcajada. Un par de lágrimas saltaron de las cuencas de sus ojos, puede que de dolor o de la misma risa. Solo él lo sabía, o tal vez ni él.

Cuando paró de reír, fue rápido. Apenas cogió nada. Se limitó a tomar una gruesa y larga espada que reposaba contra la pared que daba al pasillo, donde reposaba un limitado arsenal de armas, ponerse una gruesa prenda por encima del torso y, con un portazo que se ganó el primer puesto frente al dado anteriormente en su habitación, salió de la casa ignorando los llamados de su madre y la tortura impresa en los ojos de su padre.

Aina se llevó las manos a la cara mientras un sentimiento de culpabilidad se instalaba desgarrador en su pecho, culpabilidad por ser una cobarde, por no haber dicho una sola palabra a favor de su hermano.

 

Notas finales:

Ahí quedó... ¿Irá Zillah a buscar a Sirio? ¿lo encontrará? ¿Que pensará Sirio de ello? ¿conseguirán algo? Y por otra parte, ¿se arrepentirá su padre de haber sido tan duro? ¿Reaparecerá la misteriosa mujer del lago? 

 

Todo eso en el próximo y último capítulo, ¡gracias por leer, votar y/o comentar! :)

 

PD: A los que les guste The Flash, estoy escribiendo una cosilla acerca de una pareja slash en esa serie, se títula "Al borde" ;) Hay poco Fandom de esta pareja en español, por no decir nulo, tenemos que promoverlo. 


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