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La Ciudad de los Muertos II : Vestigios de esperanza por InfernalxAikyo

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Notas del capitulo:

ADVERTENCIA: Contenido ligeramente heterosexual. 


Capítulo 74

 

   —Impresionante… —escucho decir a Morgan a unos metros de mí—. ¡Vaya! ¡Carajo! —se ríe. No es la mejor forma de un médico para expresarse, pero la situación lo amerita. Fijo mi vista sobre el lente para observar yo también. Los manchones azulados y violetas cubren casi la totalidad de la muestra de sangre que tengo bajo mi ojo—. Cristina, ¿ves todos esos monocitos? —me pregunta—. Maldición, ¡nunca había visto tantos en mi vida!

Sonrío, porque la sangre de mi pequeño fantasma y su hermano es una maravilla, una suerte, una segunda oportunidad. Nunca antes lo había visto de esa forma, pero ahora, con la mirada atenta sobre un microscopio me doy cuenta de lo que esto significa:

Esperanzas. Las últimas que nos quedan, tal vez.

Existen tres tipos de glóbulos blancos presentes en la sangre, los monocitos, agentes fagocíticos de alto calibre, son los más escasos y los más efectivos si de trabajo de devorar bacterias, virus y cuerpos nocivos hablamos. Esa es la razón por la que estos chicos son intocables.

   —Pero, ¿cómo lo hacen para no enfermarse ellos mismos? —pregunto, en voz alta. Es una duda que tengo desde que descubrí a Dania—. Una persona normal con este sistema inmunológico debería…

   —Morir —se aventura él—. O no lo sé, nunca antes había visto un caso como este, ¿sabes? —dice él, todavía observando maravillado la muestra de sangre. Comparto su entusiasmo—. Existen un montón de enfermedades autoinmunes que estos chicos podrían coger por tener un sistema de defensa tan desarrollado como el que tienen, pero aun así… —guarda silencio un momento, pensando—. ¿Crees en Dios, Cristina? —me pregunta.

Lo reflexiono un momento. Pienso en mis padres y en la educación cristiana que ellos me entregaron, me recuerdo a mí misma a los catorce o quince años, enfadada con ellos y con el Dios que me habían inculcado, me recuerdo entrando a medicina, ya completamente alejada de Él y creyendo que todo lo que existe en esta vida puede explicarse con la ciencia. Pero ahora me encuentro con esto, con algo inexplicable, con algo que debería ser distinto, pero que no lo es. ¿Cómo puedo llamar a esto?   

   —Creo que sí —contesto.

   —Porque esto es un milagro —dice él, robándome las palabras de la boca—. Estos chicos son un milagro.

   —Y nuestra salvación —completo.

   —¿Te das cuenta de ello? —dice él. Hoy se oye más alegre que otros días, seguramente más entusiasmado que cualquiera de sus días antes que este. Estamos en la recta final, a unos metros de la meta. Ahora sólo falta elaborar una cura viable para esta enfermedad—. Podremos restaurar el mundo.

Sonrío.

Nunca, en todos los años que estuve resguardada en la guarida de Cobra, escondiendo a Dania de él y de sus hombres, creí que esto podría pasar. Siempre imaginé que tendría que ocultar a Dania para siempre, que si otro la descubría iba a llevársela e iba a torturarla como lo hizo E.L.L.O.S hace media década atrás, cuando la encontré. Pero esta gente era diferente, Morgan era distinto. Él tenía ética y moral, algo que no había visto desde hace mucho tiempo.

   —Por eso necesitamos a Aiden… —completa él, levantándose de su asiento. Quito la mirada del microscopio para verle de frente—. Sus padres participaron en la elaboración del virus, él podría ser muy útil en esto.

   —Y necesitará sacarse ese peso de encima —adivino, secándome las manos en mi delantal blanco—. Imagino que debe sentirse muy culpable por ello…

   —A veces, nuestros padres nos avergüenzan —ríe él. Le acompaño hasta la puerta—. Ya estamos casi en la hora, ellos deben estar por llegar —dice y apoya una mano en mi hombro.

   —¿Irás con ellos? —le pregunto. Morgan niega con la cabeza.

   —Me quedaré trabajando en esto… —afirma—. Tú deberías hacer lo mismo. Eres la mejor compañera que he tenido en años y no pareces una médica de guerra.

Cuánta razón tiene ese hombre. Yo no era una mujer de luchas, armas y sangre. Y aun así me hallaba en medio de toda esta destrucción.

   —Apenas sé disparar un arma —me río.

   —Vamos a cambiar eso —me revuelve el cabello y sonríe—. Me recuerdas a una sobrina que tuve… —confiesa—. Era una promesa científica, pero E.L.L.O.S le arrebató esa oportunidad —Morgan voltea para marcharse y no dice nada más. Recuerdo que todos en este lugar tienen una razón para querer acabar con esto, para querer desarticular lo que queda de E.L.L.O.S. ¿Cuál es la mía? No lo sé, no lo tengo claro.

Lo único que me importa en este momento son tres personas: Dania, Uriel y Steve.

Y siento que por ellos soy capaz de aprender a disparar todas las armas de este mundo.

Camino por los pasillos de vuelta a mi habitación antes de ir al comedor. Si hace una semana alguien me hubiese dicho que podría andar tranquilamente por una base sin miedo a que alguien me insultara, me asaltara sexualmente o descubriera el secreto que guardaba, le habría dicho que estaba loco. Pero aquí estoy, todavía sin creerme que los lugares como La Resistencia aún existen.

Oigo risas llegando desde alguna parte; una de ellas la conozco, la oí un par de veces en mi vida. Abro un ventanal que da a uno de los tantos jardines que este lugar tiene y me encuentro con la imagen más dulce que he visto en años. Son muchos niños, diez o doce criaturas que juegan entre ellas. Se están pillando, uno de ellos corre y los otros escapan de él entre risas y euforia, ante la mirada atenta de una de las madres que cuando me ve, sonríe y me saluda con la mano. Sonrío y saludo de vuelta, conteniendo una emoción que me estremece y dispara un escalofrío que me recorre espina y brazos. Uno de esos niños es Dania; viste un vestido azul claro, un peinado precioso y una flor que le decora el cabello. Nunca antes la había visto tan hermosa y eso me emociona y por alguna razón siento ganas de quebrar en llanto. No lo hago, me cubro la boca y lo contengo.

Pero entonces ella me ve, le hace un gesto al chico que está pillando que significa: “tiempo fuera” y corre hacia mí.

   —¡Cristina! —grita, con los brazos abiertos. Me agacho para quedar a su altura y la recibo en un abrazo.

   —¿Cómo estás, Dania? —sonrío y me veo tentada a acariciarle el cabello, pero la trenza que lleva está tan bien hecha, que temo desarmarla y sólo le acaricio un hombro—. ¿Ya comiste?

Ella afirma con la cabeza.

   —Arroz y espinacas —saca la lengua y hace un gesto de asco. Río. No tenía idea que a ella no le gustaban las espinacas, en la base de Cobra solía comérselas sin alegar, pero supongo que lo hacía para no causarnos problemas.

Me alegra verla como una niña normal por primera vez en la vida.

Frunzo el ceño y finjo una molestia que estoy lejos de sentir.

   —No sea regodienta, señorita —le reclamo, con un dedo en alto que apunto hacia ella al final de cada palabra. Ella se ríe y rompe mi frágil máscara de seriedad, haciéndome reír también. Entonces me acerco a ella y le susurro, bajito—: ¿Sabes qué? A mí tampoco me gustan.

Oigo que los chicos que todavía están jugando la llaman, gritan su nombre mientras mueven las manos; indicándole que ha llegado su turno de pillar.

   —Ve, no seas tramposa —la empujo suavemente y esta vez sí le acaricio el cabello, con cuidado de no despeinarla—. Te veré en un rato, ¿bien?

   —¡Bien! —grita ella, ya alejándose de mí, corriendo. Va a ensuciarse ese vestido que trae—. ¡Cómete todas las espinacas, ¿oíste!?

   —¡A la orden! —contesto. Espero que se una otra vez a los juegos infantiles, me despido de la mujer que los está cuidando y cierro el ventanal para seguir mi camino.

En el trayecto, las personas que me encuentro en los pasillos me saludan amablemente e intentan unirme a sus conversaciones: hablan del almuerzo, se ríen y comentan sobre cómo ha estado el tiempo durante los últimos días; que una lluvia está cerca y parece que vendrá con fuerza, que hay que preocuparse de cubrir algunas goteras en el techo, que quizás deberían adelantar la cosecha de vegetales y resguardar a los animales. Toda esta gente… parece tan normal.

Podría acostumbrarme a esto, a esta paz, podría acostumbrarme a la vida dentro de La Resistencia. Podría empezar a hablar sobre el clima, sobre lechugas, patatas y gallinas. Podría aprender a cocinar un caldo o a arar la tierra. Podría comenzar una vida normal y tranquila.

Podría plantearme ser feliz por primera vez en toda mi existencia.

Estoy a punto de llegar a mi puerta, pero algo me detiene; una sensación, un presentimiento, una punzada que me atraviesa el estómago de una manera molesta, pero no desagradable, justo como el “revoloteo de mariposas” dentro de el. Paro en seco en la habitación continua a la mía, la habitación de Uriel y me quedo ahí, pegada frente a la puerta. Me parece oír algo.

No sé qué es, pero el sonido me atrae como un imán. La puerta está entreabierta, cómo invitándome a entrar y eso es justo lo que hago.

No anuncio mi llegada, no quiero hacerlo. Esta vez deseo ser yo el fantasma que se mueve silenciosamente entre los rincones. Deseo pasar desapercibida, por alguna razón.

Ese deseo se intensifica cuando reconozco los ruidos. Un gemido, uno, y otro, uno tras otro. Conozco esas voces haciendo eco en las murallas, conozco los suspiros. Son ellos los que me tiran hacia allí.

Entonces los veo, me quedo de pie bajo el umbral de la puerta y los observo: son Uriel y Steve, ambos están desnudos y la imagen que me presentan me parece la obra de arte más bella que mis ojos pueden apreciar. Están haciendo el amor, porque si no es eso no sé con qué otro nombre llamar a la manifestación que me muestran sus cuerpos entrelazados. Steve le abraza por la espalda, con sus manos aferradas a su cintura y la cabeza hundida en su cuello mientras le penetra y Uriel mantiene sus ojos cerrados, gimiendo en voz baja y sonrojado como jamás le había visto, frágil y complaciente.

Me llevo una mano al pecho y contengo un escalofrío, sin saber cómo reaccionar. Intento no perder la calma cuando un calor comienza a llenarme todo el cuerpo, subiéndome por las puntas de los pies, pasando lentamente por mis muslos y deteniéndose en mi entrepierna, quemándome por dentro. Mi pulso se dispara, mi respiración se acelera.

Sé reconocer lo que está pasando conmigo incluso sin nunca antes haberlo sentido.

Porque nunca antes había amado a alguien, pero ahora, las dos personas que amo están ahí, desnudas a un par de metros de mí.

Me muerdo los labios y contengo la respiración, llevándola a lo más profundo de mi cuerpo. No quiero que ellos me descubran.

Pero entonces lo hacen. Uriel abre los ojos y me ve, sé que lo hace, pero no se detiene. No todavía. Me sonríe, con esa sonrisa seductora que tiene y sus ojos me transmiten otro estremecimiento que me cuesta controlar. Estira su mano hacia mí y Steve se detiene, al percatarse también de mi presencia.  

   —Y-Yo… —retrocedo sobre mis pasos mientras balbuceo una disculpa torpe—. Lo siento, yo… —palpo la manilla de la puerta para abrirla nuevamente, pero Steve camina hacia mí, con pasos rápidos y alargados y me atrapa contra la madera antes de que pueda salir. Él nunca me pareció tan grande como en ese momento, con ambas manos a un costado de mi cabeza y sus ojos fijos en los míos; ya no están llorando, ya no están sufriendo, ahora me miran directamente y parecen querer tragarme. Me siento diminuta y débil frente a él.

Aprieto las piernas con fuerza.

   —Steve… —susurro.

  —Quédate —pide, acercándose a mi rostro. Siento su respiración chocando contra mi nariz cuando muevo la vista al suelo para no verle a los ojos, pero entonces recuerdo que está completamente desnudo y me encuentro con su miembro, plenamente erecto. Subo la vista rápidamente, él está sonriendo. Y Uriel está tras él.

   —No estamos completos sin ti —dice.

Pienso en una respuesta, pero mi cabeza no alcanza a formular nada. Steve se me acerca y me besa: percibo sus labios chocando contra los míos y nunca nada me pareció tan dulce antes. Me fuerza a abrir la boca y un remolino de emociones me llena por dentro. Me mueve mientras me abraza, como jamás había sido abrazada y me traslada al interior de la habitación. Entonces siento otros labios tocándome, rozándome suavemente; dóciles y ardientes, y una lengua que comienza a deslizarse por mi cuello. Reconozco la voz de Uriel susurrándome en el oído palabras ligeras y delicadas que nunca nadie me había dicho, palabras que siempre quise oír, pero que nunca me di la oportunidad de escuchar. Sus manos rodean mi cintura, mientras la boca de Steve me devora, y quitan el primer botón de mi chaqueta.

Y entonces lo siento, y creo que lo digo mientras me dejo llevar por las manos y los besos de las dos únicas personas que he amado de esta forma. Yo también estoy completa ahora.

Puedo ser feliz ahora.

Notas finales:

Bien... tenía planeado este capítulo desde hace mucho y quería darle un final al arco de Cristina, Steve y Uriel. Estos 3 se adoran de una forma quizás incomprensible para muchos, pero merecen ser felices
Pasen al siguiente capítulo. Desde ya, les digo que no será tan dulce como este. 


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