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La Ciudad de los Muertos II : Vestigios de esperanza por InfernalxAikyo

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Notas del capitulo:

«Qué jodido es cuidar de alguien».

Capítulo 79:

 

 

Cuando despierto, es de día y la tormenta sigue.

No recuerdo la última vez que llovió tanto.

Abro los ojos y no puedo moverme. Y no sé si es el jodido frío el que me entumió los músculos u otra cosa la que me mantiene paralizado por los próximos treinta …cuarenta segundos…dos putos minutos y medio en los que sólo me dedico a mirar las nubes oscuras que están sobre mí. Parece que tienen forma; rostros desfigurados y siluetas puntiagudas, manchas más negras que el resto que parecen darles un relieve más grueso, como si fueran a succionarlo todo o fueran a escupir electricidad.

   —En cualquier momento va a caerme un rayo —quiero decir, pero no me sale la voz. Tengo la boca cerrada a pesar de que le ordeno hablar.

Joder.

Tres minutos.

Al menos no es una silueta sin forma sentada sobre mi pecho y aplastándome las tripas. O una sombra ensangrentada, mohosa y nauseabunda pegada a mi pared. Ni la mujer con rostro de cucaracha royéndome los huesos hasta hacerlos pedacitos.

Son sólo unas malditas nubes deformes en el cielo.

Cuatro minutos.

Al menos no es un jodido demonio amorfo intentando asfixiarme con sus manos enormes y sucias.  

Reacciono por fin y mis piernas se sacuden como si ese rayo de verdad me hubiese caído encima. Me siento en la arena empapada, sujetándome la garganta, porque el puto corazón parece querer salir pitando de ahí. Espero que se calme antes de levantarme.

¿Dónde estás?

Veo una silueta y formas que se me hacen familiares dentro de la caceta de salvavidas que está a unos metros sobre mí. Entonces recuerdo lo que estaba haciendo antes de desmayarme. Cojo la cubeta que está tirada en el suelo y espero que la lluvia la llene. Cuando subo otra vez, sigues en la misma posición en la que te dejé; desecho sobre la madera a punto de quebrarse y con mi mochila bajo tu cabeza. El fuego que dejé ya se extinguió y, cuando te toco, estás más helado de lo que recuerdo.

Tomo tu pulso. Sigues vivo. Apenas.

Me quito la camiseta, es lo más limpio que tengo a mano. La sudadera que sigue estilando amontonada en un rincón junto a mis botas está cubierta de barro y arena. Cojo la cubeta, me acuclillo a un costado tuyo y meto la camiseta en el agua hasta que se empapa. Te aparto un poco el cabello del rostro, el que no está pegado a la herida abierta de tu ojo y dejo que el agua escurra por la carne abierta. Joder, Cuervo. Estás tan jodido.

Doy toques sobre la herida un par de veces, algunos mechones logran despegarse.

Y entonces pienso en que jamás me tocó hacerme cargo de alguien antes.

El resto de tu cara está toda llena de mierda también; una mezcla entre sangre adherida a tu piel, tierra, polvo y restos de algas marinas. Sumerjo la camiseta otra vez e intento quitarlo todo. Tus rasgos, vuelven a aparecer. Las hendiduras en tus mejillas están más marcadas ahora.

Joder, esos imbéciles arrancaron todos los piercings de tus cejas.

Quito un poco de sangre de ahí también, pero es tan sólo un poco. No puedo hacer nada con los hematomas.

Me muerdo los labios.

   —Sé que siempre te han gustado estas cosas… —digo, mientras bajo la camiseta por tu cuello y la paso sistemáticamente por las marcas que siguen ahí—. Pero no creo que hayas disfrutado de esto, ¿verdad? —limpio también sobre tu pecho, tus brazos y tu abdomen, donde estás cubierto de heridas y arañazos nuevos—. Idiota. Mira cómo terminaste —me detengo en tus caderas y no continúo bajando. Supongo que podrás encargarte de ello después.

Supongo que querrás encargarte de ello. Supongo. Tal vez sólo estoy imaginando cosas. Esas heridas en tus muslos y entre tus piernas deben deberse a otra cosa; golpes, palizas, patadas o un bate de beisbol. Tú no lo habrías permitido, ¿verdad?

Nah. Te conozco. Habrías muerto luchando.

¿Verdad?

Claro que sí.

Busco el botiquín otra vez e improviso un vendaje para tu ojo. Es todo lo que puedo hacer por ahora. Miro el tarro de leche ennegrecido y las cenizas en el fondo. Necesitamos más fuego. Y comida.

Yo la necesito, al menos. Muero de hambre.

Miro mi ropa empapada en un rincón y sostengo mi camiseta mojada y ensangrentada. También necesitamos algo de ropa.

Tal vez pueda encontrar algo por los alrededores.

Tengo un par de revólveres y un cuchillo. Dejo un arma aquí, por si llegaras a despertar y llegaras a necesitarla, y me llevo las otras dos. Vuelvo a bajar y quizás la calle sea una buena idea. La veo, a lo lejos, como una sombra y reconozco algunos edificios todavía más lejos. Vale la pena intentarlo. No la vi antes cuando llegamos aquí y tampoco es como si pareciera demasiado alentadora, de seguro han pasado años desde que un ser humano pisó este lugar, que no sé exactamente dónde está. Tal vez sigamos en la ciudad, o estemos en una ciudad vecina. El caso es que nunca antes había pisado estas calles agrietadas y edificios tragados por la naturaleza.

Todo parece tan surreal.

Oigo zombies en alguna parte. No están tan lejos, pero no van a oírme. Pelear ahora no es una opción, la herida en mi muslo continúa molestando como diez infiernos, estoy hambriento y temblando por culpa del frío y la lluvia. Estoy débil, lo sé. Y no sé cuántos infectados haya en este lugar, así que camino despacio para pasar desapercibido mientras busco algo, cualquier cosa que sirva ahora. La entrada abierta a un edificio o alguna tienda en ruinas me vendrían perfectas.

Pero nada puede ser tan fácil.

Me meto en un pasadizo que seguramente conectará con otra avenida para seguir buscando. Reconozco algunas manchas de sangre en el piso. Restos de carne. Se comieron a alguien en este lugar hace no mucho tiempo; las paredes todavía apestan a tripas y esa sensación, esa pesadez que trae la muerte consigo, todavía está presente en el ambiente. A uno o dos metros de mí, justo antes de cruzar al otro lado del callejón, hay un bulto. Es un cuerpo, o lo que queda de el, en realidad.

   —Joder… —mascullo, cuando me acerco. La cabeza todavía está conectada al cuello, pero dejaron tan poco de el y de su rostro que dudo pueda volver a despertar. No quedan brazos, no quedan piernas, el abdomen y el tronco apenas siguen ahí—. Pobre cabrón… —me agacho y el bulto se mueve, como si reaccionara a mi presencia. No sabría decir si está vivo o muerto. Tiene un cinturón en el que trae atados una bolsa y un cuchillo. Desabrocho la hebilla, y esa cosa se sacude un poco más. Parece que la carne y nervios que quedan todavía están despiertos y funcionando.

Qué puto asco.

Agito el cinturón con la bolsa y el cuchillo en el aire durante unos segundos para quitar la sangre, antes de abrocharlos en mis pantalones. Después, me limpio las manos y sigo caminando. Tal vez la suerte hoy esté de mi lado.

Tal vez la entrada a algún edificio que valga la pena registrar no sea una idea tan inviable.

Diviso a la horda que se comió al pobre diablo de atrás, a unos cincuenta metros, así que la evito metiéndome dentro de otro callejón. Curioso, los lugares más fáciles donde puedes ser devorado son los más seguros ahora mismo.

Cruzo hacia otra avenida y ahí lo encuentro; un almacén con la cerradura forzada al otro lado de la calle. Dudo que logre encontrar algo comestible luego de tantos años, pero de todas formas me acerco para inspeccionarlo. Tal vez logre encontrar algo de valor, justo como el cinturón con la bolsa y el cuchillo que cargo ahora. La entrada fue forzada hace poco, muy poco, minutos, porque la cerradura todavía está caliente cuando la toco y eso sólo me pone en alerta.

Pero es demasiado tarde.

   —¿De donde has sacado la bolsa? —escucho una voz a mis espaldas y un arma me apunta justo en la nuca—. No hay nada allí adentro —informa, sin dejar de amenazarme—. Ya revisamos.

Aún así no suelto la cerradura.

   —¿De dónde sacaste la bolsa? —pregunta otra vez.

   —¿De qué hablas? —digo, sin voltear. La mano que sostiene el arma se siente temblorosa. Está asustado. Si giro ahora, va a disparar.

   —La que llevas atada a ese… ¿¡de dónde has sacado ese cinturón!? —grita.

Levanto las manos.

   —Se lo quité a un cadáver… —giro sobre mis talones lentamente, con las manos aún en alto—. No quedaba nada de él, salvo esa bolsa y este cuchillo… —Son dos hombres; el más grande y mayor, un sujeto al que le tiembla la mandíbula mientras me escanea con la mirada, analizándome de arriba abajo, me apunta con su pistola todavía, pero ya la ha bajado a la altura de mi pecho. Podría quitársela y dispararle, pero no sé si el sujeto que está tras él, a tres o cuatro pasos, está armado también y listo para darme un tiro en caso de que me mueva bruscamente. Él parece más joven, de unos veinte años, tal vez. Y le han mordido el brazo.

   —Dame la bolsa… —dice el mayor, casi rogando. Lo dice lentamente, como si tratara de explicarme algo, alguna situación difícil que no me interesa comprender—. Le pertenecía a mi hermano y la necesito.

   —¿Para qué? —pregunto. Él le echa un vistazo al sujeto de atrás y luego me mira a mí otra vez. Mientras lo hace, sacudo una pierna y en la bolsa suena algo que antes no había oído y escucho un tintineo agudo. Encarno una ceja—. ¿Unas llaves?

Parece que lo he pillado.

Él pega el cañón de su arma contra mi pecho.

   —Mira, drogadicto imbécil… —gruñe mientras me mira fijamente—. Vas a entregarme esas llaves y…

   —¿Es tu hijo? —pregunto, apuntando al joven que está atrás. Él se detiene y me lanza una mirada en la que reconozco frustración y sólo ese gesto responde a mi pregunta—. Y estas llaves son las llaves de un coche, ¿no? —Él afirma con la cabeza antes de darse cuenta de que me ha dado la puta solución a mis problemas y vuelve a empujar la pistola en el centro de mi pecho, entre mis pulmones, sobre el área donde debería estar mi corazón—. ¿A dónde vas a llevarlo, si le han mordido?

Mi pregunta parece sacarlo de quicio.

   —¿¡Y eso a ti qué demonios te importa!?

   —Conozco a alguien que puede ayudar.

   —¿De qué estás hablando? —El hombre que me amenaza podría quitarme la bolsa si quisiera, podría intentar meter su mano y arrancarla de mi nuevo cinturón, pero él sabe que estoy armado y sabe que reaccionaré si lo hace. Probablemente también sabe que desenfundaré mi revólver y le dispararé sin dudar y, seguramente, él también lo haga y acabemos muertos los dos. Pero ese hombre quiere mantenerse sano, para estar con su hijo que acabará irremediablemente muerto antes de un día o dos. Y aún sabiendo eso, ese hombre siente la necesidad de conservar su vida para cuidar de él.

Yo también la siento.

   —Conozco alguien que tiene la cura… —digo, y él hace una mueca. Cree que le tomo el pelo, yo también lo creería si me lo contaran de esta forma—. Lo lleva en la sangre, es una mierda complicada, pero él podría ayudarles… —noto un rastro de esperanza en la cara del chico de atrás, pero esa ilusión no se ve reflejada en el rostro del padre, que sigue amenazándome, escéptico—. Les devolveré las llaves, claro. Pero llévennos devuelta, y él los ayudará.

   —¿Llévennos?

   —Tengo un… —me interrumpo. No sé qué palabra utilizar. Uso la más cercana—. Tengo un amigo agonizando en la playa. Necesito llevarlo a casa —El hombre baja el arma y se aparta, pero no suelta la pistola. No me cree, lo veo en sus ojos. No va a creerme por mucho que le insista. Y tal vez haga bien en hacerlo.

   —¿Dónde está esa persona que tiene la cura? —pregunta.

Avanzo y padre e hijo me siguen de cerca.

   —Los guiaré hasta él, sólo déjenme ir por…

   —¿Dónde está esa persona? —insiste. Me he equivocado. Él si me cree, sí se fía de lo que le estoy diciendo. En quién no confía es en mí. Quiere engañarme, obtener información e indicaciones de mí para luego arrancarme las llaves y marcharse. El cabrón es inteligente. Seguramente lo ha notado.

Yo pienso hacer exactamente lo mismo.

Volteo hacia él.

   —¿Conocen el Averno? —le pregunto. Así es como llaman a la ciudad en donde vivo, no recuerdo si tuvo algún otro nombre alguna vez—. Está cerca de aquí, supongo.

   —Es una ciudad vecina, sí —afirma él, confirmándome que no estoy tan lejos—. Es un nido de cazadores.

Sonrío con la mejor sonrisa que tengo.

   —Así dicen… —meto la mano en la bolsa y hago las llaves sonar entre mis dedos antes de sacarlas y levantarlas frente a sus ojos—. Pero es un sitio bastante pacífico, a decir verdad —El hombre sonríe, cree que me ha pillado, y extiende la mano que sostiene la pistola hacia las llaves. En ese momento, las dejo caer, él intenta atraparlas en el aire y yo tomo las armas que llevé conmigo y me muevo, más rápido de lo que él pudo haber predicho. Le clavo el cuchillo en el cuello con una mano, sostengo el revólver con la otra y le disparo al otro chico, sin darle oportunidad de reaccionar.

Padre e hijo se desploman casi al mismo tiempo contra el suelo.

Recojo las llaves del piso y vuelvo a meterlas en la bolsa. Ahora sé que hay un coche cerca que responde a ellas, pero no es momento de buscarlo, tengo que volver.

Miro a los dos hombres en el suelo. El más joven lleva una camiseta de Led Zeppelin. Te encanta el rock de los 70’s, ¿no? Bandas de hombres con peinados afeminados, que abusaban de los gemidos y del teclado sintético en cada una de sus canciones. Amarás esa camiseta.

Vuelvo a la playa, cargando dos mudas de ropa y un par de botas, además de un cuchillo y la promesa de un transporte que nos sacará de aquí. La horda de infectados sigue exactamente donde la vi la última vez, amontonados como un rebaño de ovejas, que ni siquiera se alertó con el ruido del disparo. La lluvia siempre les confunde.  

Paso sin hacer demasiado ruido.

He estado afuera por tan sólo unos minutos y me siento como la mierda. Me duelen todos los huesos. Maldición, cuidar a alguien es un dolor de culo.  

Pero te lo debo, ¿verdad? ¿Si no porque otro motivo lo haría?

   —Tienes que estar jodiendo… —me detengo cuando piso la playa de nuevo—. ¡Hey! ¿¡Qué carajos están…!? —Una jauría de perros rodea la torre de salvavidas, están ladrando mientras intentan encaramarse por las escaleras, rompiendo el primero de los escalones con sus patas. Deben oler que estás al borde de convertirte en un cadáver y de que eres presa fácil. Me acerco lentamente, a una distancia prudente e intento espantarlos—. ¡Salgan de aquí, montón de pulgosos! —grito, pero ellos continúan ladrándole a la torre, hipnotizados y eufóricos—. ¡Oigan! —me acerco un poco más, para que se den cuenta de que estoy ahí—. ¡Fuera! —Son siete canes salvajes y hambrientos y dos de ellos reaccionan cuando me ven y comienzan a ladrarme—. ¡Salgan de aquí! —los espanto con una mano, pero estos animales no son como todos los otros perros con los que he tratado. Estos no me temen y, en cosa de segundos, se olvidan de la caseta y de lo que hay sobre ella y me rodean.

No quiero disparar, porque eso atraería a los infectados, así que sujeto ambos cuchillos que cargo, me inclino hacia ellos y me muerdo los labios por un pequeño sentimiento de frustración.

Me gustan los perros. No quiero matarlos.  

Demonios, qué jodido es cuidar de alguien.

Notas finales:

¿Qué hacen leyendo esto? Sigan a la tercera parte 

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