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El Sentido De La Pertenencia por AnininiFIC

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Notas del fanfic:

 No tengo más que decir que ojalá disfruten este simple fanfic.

Notas del capitulo:

One Piece y todos sus personajes que aparecen en este fanfic pertenecen a Eiichiro Oda, el creador de este respectivo manga. Y solo los he tomado prestado con la única intención de entretener.

–Qué gusto verte de nuevo por aquí, viejo amigo –pronunció con talante sonriente, mientras su espalda escogía arrimarse un poco más al respaldo de su descomunal trono–. Creí que un mago como tú tenía una vida demasiado ocupada para pasearse con tanta frecuencia por mis dominios.

  Inclinó sutilmente la coronilla de su cabeza, buscando demostrar una pizca de respeto hacia esa criatura sentada frente a sus ojos. No es que no lo tuviese, pero sus pensamientos estaban tan dispersos, y sus minutos bajo el agua eran tan escasos, que no le asaltó una idea mejor para saludar que una leve reverencia.

–Poseidón –abordó la conversación con un acento profundo, provocando la curiosidad del nombrado–, sabes por qué estoy aquí. El plazo está ad portas de cumplirse.

–Lo sé, pero no entiendo qué es lo que quieres que yo haga.

–Amigo mío –reflejó en sus ojos una incesante exclamación de suplica, al mismo tiempo que los tonos de su voz provocaban persuadir su voluntad–, necesito esa pócima.

–Conoces las reglas Zeff, el mismo truco no funcionará dos veces –dictaminó severo, levantándose del solio–. Él debe enamorarse, o no servirá de nada.

–Y lo hará. Estoy seguro que lo hará, y para cuando eso suceda, necesito la pócima que tienes guardada –agregó, cabizbajo–. Ode lo contrario, Sanji morirá.


***


  Comenzaba a sentir como sus pulmones le demandaban la presencia del oxigeno. Esos pulmones que comúnmente prevalecían inutilizables bajo las profundidades del mar, ahora desgarraban ansiosamente su pecho por salir a la bulliciosa superficie. Su cuerpo colmado de brillantes escamas decidía, en cuestión de segundos, dejar la aspereza en el fondo del océano para renacer con la característica suavidad de la piel humana.
  Fue en ese instante; en el que su imponente aleta de azulados tonos fue reemplazada por dos torneadas y esbeltas piernas, que entendió cuanto tiempo había perdido discutiendo con su padre antes del ciclo de luna nueva.

  Emergió de las profundidades pateando duramente la densidad del agua y agitando sus cabellos de sol; recibiendo en una ruidosa bocanada el oxigeno del exterior con la gloria y las ansias de un ave al resurgir de su encierro.
  La profundidad del estrellado firmamento lo hipnotizó por esos escasos momentos, la oscuridad que se extendía ahí arriba era inquietante ante los ojos de un simple tritón como lo eran sus compañeros. Pero él estaba lejos de ser un simple tritón.
  En él la preocupación y el azoramiento por aquel extravagante  mundo habían dejado de estrujar sus pensamientos hace tiempo, siendo ahora su fiel reemplazo esa intensa y terrorífica fascinación. Cuando veía aquella noche ausente de cualquier luna su cuerpo temblaba ferozmente, por el odio, por la excitación, por la insistente cadencia que la dualidad de su corazón generaba. Una parte de él guardaba con ahínco su eterno rencor hacia los humanos, sintiéndose, desde su más temprana edad, merecedor del derecho a ese profundo sentimiento en contra de esa maldita especie; mientras la otra parte pedía a gritos eufóricos abrazar la libertad de conocer, de explorar, de sentir. Esa segunda vocecilla que rondaba a través de sus latidos, aquella que le causaba tanto revuelo al odio clavado en su pecho, era la que lo hacía sonreír frágilmente cuando la luna se dormía y las luces de la ciudad salían a divertirse por la noche.

  Un par de minutos le bastaron para sentir la docilidad de la arena bajo sus pies; pies que, al levantar imprudentes el peso de su cuerpo, se tambalearon de tal manera que pensó estar a punto de estamparse contra el suelo. El rito de migrar de las profundidades del “mundo azul” hasta la civilización establecida por los humanos una noche al mes no le concedía el tiempo necesario para acostumbrarse íntegramente a pasear por la playa con esas piernas de porcelana, sin embargo, jamás se atrevió a dejar que sus pensamientos fueran más allá de aquella fugaz idea.

  Pensar siquiera en tener más de una noche cerca de ese lugar haría que su corazón retozara de júbilo, y eso es lo que más temía.

  Pero se encontraba en ese lugar después de todo, desnudo, empapado, envuelto por la brisa nocturna que a tan tardías horas hacía acto de presencia, incitándolo a temblar.
  Recogió con parsimonia sus cabellos de oro hacia atrás, buscando entre actos pausados algo de su poca paciencia, sin embargo, como si la solicitud le hubiese sido negada, estos cayeron precipitadamente sobre su rostro, cubriendo –lo que ya le hacía costumbre– su ojo derecho. Bufó, tratando de encontrar con la vista el camino hacia la choza que siempre lo resguardaba de la fría noche, o de cualquier mirada curiosa que se paseara despreocupada por el arenal.
  Caminó tan deprisa como sus extremidades le permitieron, a tan escasos segundos de haber salido del agua, hasta pararse frente al que era su refugio una vez por mes, bajo la exasperante ausencia de la luna. Una menuda cabaña hecha de madera, tan insignificante a los ojos de cualquier persona que difícil era imaginarse que sirviera para algo más que la vigilia del letargo de su dueño. Y curiosamente, no se podría estar más en lo cierto.

  Zeff, el hombre que tomó el lugar de padre dentro de toda su vida, había construido esa pequeña habitación de madera vieja para aquellas ocasiones en las que su hijo necesitara un lugar donde descansar, o en su defecto, para cuando al viejo –como le llamaba él de vez en cuando– se le ocurriera dejar de viajar de mundo en mundo y visitar la raza humana por unas cuantas horas. Por lo que, para evitar el mayor número de inconvenientes, la alzó entre los rincones más ocultos y alejados de la playa, bajo la protección del exuberante roquerío y la obscuridad del anochecer.

  Dejó escapar un suspiro pesado, de esos que inundaban su existencia cada vez que sentía el cruel escarmiento de la fría corriente de aire sobre su cuerpo humedecido; ahí estaba de nuevo, recordando lo sensible que podía ser la piel humana a las bajas temperaturas, buscando entre los exiguos cajones de la casucha una toalla –o así era como Zeff le había dicho que se llamaba la primera vez que hizo uso de ella– que pudiera darle cobijo a su alterado organismo. Ahí estaba una vez más, dejándose envolver por la emocionante extrañeza que “el mundo de arriba” le ofrecía, aunque tuviera claro que nada de eso era su culpa, pero si era su decisión aceptar todo eso con total normalidad, y sobre todo, dejarse conmover por esa insólita raza. Sin embargo, también sabía que tratar de acallar esa vocecita que revoloteaba juguetona dentro de sí era imposible.

“Pero…”

  Frotó bruscamente la toalla contra su cabeza para secarla, y de paso silenciar todos los pensamientos que lo confundían profundamente al golpear su consciencia, todos a la vez. Buscó algo que le agradara entre las prendas perfectamente dobladas dentro de los estantes para no permanecer expuesto y desnudo por el resto de las horas que le quedaban sobre la superficie; una nívea camisa que al contacto le resultaba holgada y cómoda, discrepando con el tono ennegrecido de sus pantalones que se ceñían perfectamente a sus piernas, y por último, una chaqueta del mismo color que finalizaba antes de llegar a la altura de sus caderas.
  Abandonó lo más rápido posible esas cuatro paredes fabricadas de madera, arremangando entre tropezones la parte inferior de su pantalón mientras le concedía una mirada desinteresada al par de zapatos que prevalecían mes tras mes en el mismo sitio, sin moverse. Sinceramente detestaba esas malditas cosas, le impedían sentir lo voluble que era la costa bajo su peso, o el fino golpeteo de las olas contra sus pies descalzos, y por alguna razón, que creía aún incomprendida, usarlos le hacía sentir muy lejos de casa.

  Se dejó caer, como lo hacía habitualmente, sobre la arena fresca que se extendía a lo largo de la playa, llenando sus ojos con la inmensidad del océano que se perdía en la lejanía del horizonte. Se preguntó por un segundo si el mar resultaría tan enigmático para los humanos como lo era la tierra para sus compañeros, y claro, para él. Había experimentado en carne propia la desesperación que encerraban dentro aquellos seres al estar demasiado tiempo bajo el agua, la imposibilidad de conocer lo que hay en lo profundo del universo submarino debiera de ser inquietante, pero, aunque el concepto fuese parecido, dedujo que no serían capaces de sentir lo mismo que sus colegas acuáticos.
  La sola imagen de acercarse a las costas –a pocos metros de la ciudad– les ocasionaba pavor a todos los tritones y sirenas, sin mencionar que la idea de hacer cualquier tipo de contacto con un humano era tratada como uno de los mayores tabúes dentro de la sociedad marina. El terror se convirtió en una advertencia tácita para ellos, además de las tantas desapariciones de hombres peces que decidían insensatamente explorar la superficie, los que –por lo que se rumoreaba– acababan por sufrir dolores y penurias inagotables, y con los siglos cada tritón comprendió que ambas razas jamás estarían preparadas para convivir juntas.

  Las personas de tierra firme solo tenían perversión y crueldad, eso había escuchado una y otra vez, y no negaría que estaba absolutamente convencido de ello, aunque una absurda parte dentro de él se resistiera a creerlo. Y es que hasta este punto no quería asimilar que la mitad de su ser fuera humana, sucia, depravada; o solo prefería evitar pensar que en su interior se escondía la posibilidad de ser una mala persona, tal como ellos lo eran.
  Lo había estado meditando desde la tarde, desde que buscó a Luffy y Usopp por todas partes, antes incluso de haber discutido con Zeff. Los encontró intentando atrapar unos pececitos pequeños que nadaban furiosamente para escapar de sus manos juguetonas, y no le pareció una mala idea pedirles un simple favor. Supuso que desde ese momento su día se había ido a la reverenda mierda.

–¿Que quieres qué? –preguntó el chico de nariz alargada.

  Usopp tenía el don innato de agradarles a las personas con una simple palabra, o una sonrisa llena de empatía y amistad, sumándole el hecho de que, a simple vista, tenía la facha de ser un tritón que se caracteriza por su sencillez. Hacía alarde de una cola de tritón tipo caballo de mar, la que resultaba realmente extraña entre los millones de chicos que vivían bajo el agua, al igual que su nariz extravagantemente prolongada.

–Que ustedes, par de idiotas, cuiden mi caracola –pronuncia con fastidio, mostrando entre sus manos una concha en forma de espiral con distintas tonalidades en blanco y marrón, tan grande que debía sostenerla con ambos brazos. La idea de desprenderse de ella para encargárselas a ese par no era algo que deseara del todo, aunque era lo mejor que se le ocurrió en el momento–, olvidé esconderla en un lugar seguro y se me hizo tarde.

–¿Y por qué no solo la llevas contigo?

-No puedo, temo que le vaya a pasar algo.

–Oh, es cierto, hoy es “ese” día –exclama con una enorme sonrisa el otro tritón–. Shishishi, debe de ser emocionante conocer lo que hay allá arriba.

  A diferencia de Usopp, Luffy tenía la sólida costumbre de irradiar alegría y seguridad, combinada con una energía y locura creadas de quien sabe dónde. Solo a él, entre todos los que conocía, sería capaz de decir ese tipo de cosas y actuar deliberadamente a favor de su conveniencia, aunque en el fondo él sabía que ese chico, de ojos enormes y cola tipo delfín, era de lo más visceral y profundo.

–Qué rayos dices, Luffy. Los humanos son seres horribles y despiadados – habló Usopp con arrebato, agitando su mano en un movimiento de absoluta negación.

–No lo creo.

–¿Por qué lo dices? –exclamó auténticamente sorprendido.

–Porque tú eres mitad humano, ¿no? Tú no eres malo –sonrió amplio, ante la mueca insondable  del rubio.

–Que Sanji no sea una mala persona no quiere decir que ellos no lo sean –apuntó hacia la superficie–. Está en su naturaleza, todos lo saben –quiso cachetearse en aquel mismo instante, al darse cuenta de la mirada inexplicable que el nombrado mantenía–. Espera, no quise decir que tú lo seas, es diferente, tú, ellos, digo…

–Solo cierren la boca y cuiden esto hasta mañana, y pobre de ustedes que tenga un solo rasguño, ¿me escucharon?

–Si –asintieron.

  Les entregó el objeto y se marchó lo más rápido que su cola le permitió, aunque en su cabeza no cabía lugar para preocuparse de velocidad, considerando el huracán que sus pensamientos desataban dentro suyo.

  Esas palabras rondaron muchas horas en su mente, como si lo acecharan, como si su cordura fuera la apetecible presa. “Está en su naturaleza”, si, él también lo creía, ¿eso lo hacía un ser despreciable también?, ¿ser una criatura que vaga por ambos mundos sin pertenecer a ninguno era realmente tan pavoroso?, honestamente no podía dejar de hostigarlo el saberse rechazado por ambas partes. Odiaba a los humanos, pero la mayoría de los tritones lo veían como un a fenómeno, como si estuviera sucio, como un forastero en su propio territorio.
  En momentos como esos Sanji se esmeraba, aún sin darse cuenta, en asfixiar el presente a punta de imágenes ilusorias; se imaginaba una y otra vez como serían las cosas si no hubiese nacido como una cría humana, cómo sería todo si no le hubieran abandonado, o si Zeff, a mitad de uno de sus tantos paseos, no le encontrara a segundos de morir ahogado bajo las olas del mar, con tan solo unos cuantos meses de vida. En esas condiciones, aquel viejo mago debió usar de su magia para alterar su naturaleza y convertirlo en lo que era ahora, con el costo de volver a su figura primaria cada vez que la luna se esfumaba de su sitio habitual entre las estrellas y el manto oscuro del cielo.

  Su padre alguna vez le comentó que existían dos cosas que jamás podría controlar: el tiempo y la muerte. Ni siquiera alguien con tanto poder sobrenatural como él podía revertir la extinción de un organismo, sin embargo, tenía la capacidad de cambiar por completo la naturaleza de este mismo. Eso era exactamente lo que había hecho con él. El blondo de ojos solitarios no habría sido capaz de sobrevivir como humano, pero sí como tritón.

  Pero era inevitable pensar, si la muerte hubiera sido más compasiva con su corazón.

  Se desperezó, apartándose de la acogedora textura de la arena y alzando sus manos para estirarse de manera más efectiva. Una idea se asomaba a la ventanilla de su valentía, coqueteando con la intención de pasear por la amplia ribera. Si bien habían sido muchas las noches que pasó sobre la superficie, en absoluto llegó a condensar la intención de alejarse de la cabaña de su padre más de unos exiguos metros. Quizás el mal día que tuvo le estaba haciendo una mala jugada a su ímpetu, pero sentía de repente el enorme arrebato de hacer algo distinto, explorar un poco, aprovechando que “esos seres” dormían o se divertían dentro de la ciudad haciendo tal vez qué clase de libertinajes, y la costa quedaba abandonada.


***


  Eran una simpleza, pero al pasar los diez metros se vio obligado a reprimir un gimoteo nervioso, intentando banalmente de calmarse con las caricias que el oleaje esparcía suavemente sobre sus pies. Lo atiborraba nuevamente ese sentimiento extraño, de estar viviendo algo que no debía, y, repetir que en el fondo no lo disfrutaba, sería una vil mentira hacia su persona. Volvió a sacudir su cabeza para no seguir turbándose; cerró sus ojos, buscaba concentrarse puramente en el silbido del viento, el ruido del agua al chocar en el suelo, y el escalofrío que lo invadía al experimentar con la sensación de frío en sus piernas. Aunque rápidamente –pero demasiado tarde– comprendió que su objetivo estaría lejos de cumplirse.

  Abrió sus párpados, solo para reconocer a unos pocos centímetros de distancia frente a él la silueta de un chico fornido, el fresco y verdoso color de las algas en sus cabellos, danzando placenteros al compás de los pendientes dorados que colgaban de su oído.
  Por instinto buscó su mirada, la cual no demoró en encontrar; salvaje, única, casi irreal. Definitivamente no había visto nada que se comparara a las pupilas azabaches de esa criatura.

  Fue en ese instante, en el que sintió que el mundo congelaba los segundos a su alrededor, que maldijo con toda su atolondrada cordura el momento en el que creyó que salir a dar un paseo podría ser una buena idea.

Notas finales:

Llegados a este punto, les doy toda mi gratitud por darle una oportunidad a esta cosa, muchas gracias.


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