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La Ciudad de Polvo por Dedalus

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Notas del fanfic:

No recuerdo cuantas veces  voy subiendo esto (definitivamente más de tres) y siempre hay algo que no  me termina de satisfacer del todo, algún detalle, algún cabo suelto; en fin, luego de varias correcciones, meses olvidada y meses siendo terminada al fin creo que he llegado a un resultado más o menos decente, o al menos digno de los personajes a los que les he tomado cariño después de tanto tiempo acompañándome. Espero que los entretengan tanto como a mí, un saludo desde CDRY.

Ciudad de los Reyes,  2007

Qué hacer, qué decir cuando uno se encuentra en una posición como aquella, mirando a todos sus conocidos prolijamente sentados con los nudillos bamboleando sobre el púlpito mientras las yemas de sus dedos recorrían el papel recién impreso, como intentando leer en braille y así poder repasar el contenido de la hoja —caliente por el sol que entraba por los vitrales—una vez más.

Comenzó entonces, haciendo un esfuerzo sobrehumano para poder impostar la voz lo más posible, y lo cierto era que no le importaba sonar más masculino; no, ya había superado sus complejos debido a su voz aflautada, sin embargo, la falta de un micrófono hacia casi imposible que todos en la capilla de la escuela lo oyeran.

En la primera fila los profesores en traje se frotaban las manos o miraban discretamente sus teléfonos, expresando, con algún leve asentimiento o un gesto con los labios que escuchaban y respaldaban lo que James repetía al frente de todos. Y no era; claro, que no lo sintieran, más aún, cada vez que su vista se enfocaba en el cajón reluciente de caoba pulida le daba una sensación rara en el estómago.

Quién imaginaría que la hermana María estuviera ahí, recostada sobre aquella cama de rosas blancas coronada por arreglos florales que llenaban la capilla de olor a cementerio. Así que prosiguió, recordando un par de anécdotas sobre la anciana profesora, su manía de lamerse la punta del índice y el pulgar para pasar cada página de un libro, el chasquido que hacía con su boca cada vez que se encontraba aburrida, su afiladísima lengua, tan conocida a lo largo del distrito; pero, sobre todo, su férreo apego a las causas justas. Una cualidad muy resaltante en verdad, y que hacía de remate para la última parte del discurso, sin embargo, James no podía dejar de pensar en que aquella no era por lo cual recordaría a la Hna. María.

 Es cierto, era una mujer que siempre seguía sus principios, fiel a lo correcto que se encaminaba a través de sus acciones, ni una vez aprobó a algún estudiante que realmente no haya cursado alguna de las materias que dictaba satisfactoriamente, razón por la que muchos la tenían por severa. Y, sin embargo, había algo que la hacía resaltar por sobre los otros profesores y religiosas que enseñaban en aquella rancia escuela de altos techos y extensos jardines donde usualmente la amplitud del espacio se contraponía con las estrechas mentes de sus estudiantes y profesores.

La anciana religiosa era la excepción, usualmente comenzaba su clase con el seguro tono del que maneja el tema a perfección, pero con la prudencia del que más allá de buscar adoctrinar a sus interlocutores, buscaba establecer un diálogo, buscaba con la mirada cansada por los años los ojos de sus alumnos y con cada pestañeo parecía que decía ¡vamos, pregunten!

Siempre se mantenía dispuesta a debatir temas en clase, así estos vayan en contra de lo que dice la biblia y el cristianismo en general, cuya efigie los vigilaba atenta sobre la pizarra como resguardando que todo siguiera en orden.  Pero la Hna. María se paraba frente al salón y era como si un manto cubriera el crucifijo y el veto de todas las cuestiones que fuera de clase podían ser consideradas tabú, se disolvían con el sonido de las palmeras siendo mecidas por el viento y los pájaros pasándose en el balcón que a su vez servía de corredor principal.

Dio por finalizado el discurso y todos sus compañeros se pusieron de pie y aplaudieron, los profesores, el director y sub director se acercaron al frente y luego de saludar a su auxiliar, quien lo felicitó con una ligera sonrisa en los labios, busco con la vista a Diana y Fred. Las dos filas de largas bancas de madera se perdían varios metros hasta la puerta principal de la capilla, y ahora el director empezaba a hablar; el profesor Manuel quien se encontraba en el extremo más cercano a él le hizo una seña para que fuera a sentarse, pero el sol de la tarde había llegado hasta el cajón haciendo brillar de forma casi dolorosa las rosas blancas, iluminando el féretro como una aureola.

—Sí—pensó —ese sería el último recuerdo que guardaría de la Hna. María, ese y su manía por mojarse los dedos para cambiar de página.

La ceremonia prosiguió y la tarde cayó también en un tenue sopor que pronto decantó en la oscuridad, los últimos rayos del agonizante sol iluminaban la capilla cuyos gruesos marcos blancos de sus vitrales parecían arder en un resplandor dorado antes de fundirse en un ensombrecimiento purpureo. El verde, ocre y azul de sus mosaicos parecían haber perdido vida y una fila de pequeñas llamas empezó a salir tras el crujir del portón, estas bajaban en fila el pequeño morro sobre el cual se ubicaba la capilla, titilaban resguardadas por manos temblorosas por el frío. Es así que entre risas estridentes y empujones todos los estudiantes eran sacados del colegio, dos profesores los guiaban y los demás se quedaban a acompañar el velatorio que se extendería hasta el día siguiente.

James bajaba las gradas despacio, procurando no quemarse con la cera de la vela o tropezarse con alguno de sus compañeros quienes a su vez tenían la vista fija en las suyas ignorando el camino.

— ¡Oye! ¿A dónde te metiste? Te estuve haciendo señas desde que bajaste del frente y no me hiciste caso —le dijo Fred mientras lo sacudía por los hombros.

James solo río diciéndole que él también los había estado buscando, pero que el Profesor Manú lo había mandado a sentar.

—Ah, ya. —fue lo único que contestó Fred bajando la vista a la llama de su torcida vela a punto de romperse.

— ¿Y Diana no vino? —le preguntó James.

— ¿Por qué no le preguntas a su novio? —le contestó rápidamente Fred con una sonrisa pícara en los labios.

James alzó la vista siguiendo la mueca de Fred y vio al novio de Diana caminando al otro extremo de la improvisada procesión de velas. De expresión seria, parecía ensimismado en sus pensamientos, sumergido en las gradas de cemento, su perfil era iluminado por la luz naranja dándole a su rostro una expresión más grave aún.

—Ah ya, así que estás gracioso, ¿eh? —le contesto James empujándolo con el hombro, la vela de este se ladeo y la cera se derramó en su mano haciéndolo soltar una maldición que se ahogó al morderse el labio de dolor. Fred soltó una risotada que al instante hizo avergonzar a su amigo y voltear a sus demás compañeros, los profesores al frente lo miraron fijamente, él no paraba de reír ahora más bajo.

— ¿Que es tan gracioso, Lara? —dijo una voz tras él.

James aun sin recuperase de la vergüenza anterior vio como atrás de ellos había avanzado en silencio el profesor Manuel, quien sonreía mirando el rostro perplejo y —a pesar de la precaria iluminación —claramente sonrojado de su amigo.

Una ráfaga de palabras inconclusas salió de Fred cuya vela se ladeó del todo finalmente cayéndose un poco de cera derretida sobre sus zapatos negros.

—Perdone, profe—soltó al fin de un solo tirón, como librando la vergüenza en una frase.

Manú se limitó a sonreír y a palmearlos a ambos en los hombros para luego proseguir hacia el frente con los otros dos profesores que guiaban a los alumnos. Su abrigo negro brillaba con las velas y su cabello se veía más rojizo que de costumbre bailando con el viento proveniente del cerro, este se alzaba como una sombra negra en la parte trasera del colegio.

Una vez que la mata de pelo rojizo de Manú se hubo perdido entre las cabezas de sus compañeros, ahora fue James que estalló en risa, ahogando sus carcajadas con la manga del suéter de su uniforme. Fred no le tenía que decir nada, él lo entendía todo, así en ningún momento hayan hablado del tema, conocía lo suficiente a su larguirucho amigo de recta nariz como para poder comprender la razón de cada uno de sus gestos, especialmente el repentino retraimiento de su usual impertinente carácter.

Pero no le diría nada, no tendría por qué, en todo caso, era bastante probable que Fred sea consciente también, de que al menos con él, no podía ocultar su embobamiento por el profesor Manuel. Cuestión para nada extraña, juzgando que era uno de los docentes más queridos del colegio, usualmente seguido en los recesos por grupos de chicas con chillonas voces y coloradas mejillas preguntándole algún tema relacionado con su curso, o que les aclararé alguna duda con respecto a una tarea que el acaba de dejar, o simplemente que les recomiende alguna lectura. Esto, sumado al carácter enamoradizo de su amigo daba como resultado aquella mirada vacía y aquella expresión mongoloide que tenía en aquel momento mirando a Manú dirigiendo al tumulto de alumnos al portón principal del colegio.

De pronto todos se empezaron a empujar topándose las velas y cayendo al suelo muchas de ellas, "¡tranquilos!" "¡en orden! " se esforzaba en gritar el auxiliar Ronald, quien agitaba los brazos como aspas de molino. El tumulto se apresuraba cruzando el patio y en la gruta cercana al portón principal luchaban por dejar las velas en el austero altar que habían armado en honor a la difunta maestra. Se alzaron quejidos de muchachas que habían sido empujadas e improperios de chicos tumbados al suelo cuando uno de esos desbordes de entre la multitud empujó al Manuel haciéndolo soltar los libros que llevaba bajo el brazo, y con estos los folios que había dentro de ellos.

Pocos profesores habían con un rostro más amable que el del profesor Manuel siempre con una sonrisa en sus labios delgados, de ojos gentiles y cejas pobladas enmarcadas por su cabello rojizo que le caía sobre las orejas hasta la nuca, sin embargo, había situaciones donde la paciencia se le escapaba del cuerpo, ocasiones muy raras pero que James ya había presenciado antes —cosa normal teniendo en cuenta que ya iba en último año—donde podía convertirse en la peor pesadilla de cualquier alumno que pensara que detrás de aquel rostro inocente no podía haber algo de carácter.

Un silbido agudo atravesó el vestíbulo cortando el ruido secamente y dejando a todos cohibidos, especialmente los de primer y segundo año quienes se miraban los unos a los otros. El profesor Manú alzó la voz ordenándoles a todos que hicieran solo dos filas para dejar las velas y salir,  los muchachos, cogiendo sus bolsos y maletines, se apresuraron a ordenarse al ver la expresión  irritada del usualmente amable profesor.

—Oye Jamie, no te importa si voy a... —le pregunto Fred a su amigo raudamente, no esperó siquiera a terminar la pregunta para apresurarse a ayudar a Manú a recoger sus papeles que yacían regados sobre el piso encerado.

La fila avanzaba y James se apresuró a salir comprendiendo que era mejor dejar a Fred solo. Afuera el frío se sentía más intenso a pesar de que los árboles atajaban el viento con sus ramas resecas. La multitud se disolvió en pequeños grupos de muchachos y bajaban por el sendero hacia la avenida principal o simplemente se perdían entre algunas de las calles que desembocaban en el parquecillo frente al colegio. Los negocios de comida rápida ya habían encendido sus luces y se encontraban medianamente llenos de comensales, sin embargo, las calles, sin contar con los muchachos que seguían saliendo de la escuela, lucían vacías.

Como odiaba a Diana en aquel momento por no haber venido, ¡ni siquiera podía contar ahora con Fred! Recorrió con la vista los rostros de los que salían y no reconocía a nadie, cosa de no extrañar ya que la mayoría de quinto y cuarto año habían faltado a la ceremonia, de hecho, todos los de quinto año que asistieron habían ido debido a que participaban en el coro, o en el caso de él, darían algunas palabras en representación de sus respectivas clases; caso aparte era Fred, que simplemente habíamos ido para verlo hablar.

Todos reían animadamente con la expresión en el rostro que solo un estudiante un viernes por la noche puede tener, una expresión aliviada, alegre, pero también expectante. Se agachó entonces apoyando el pie sobre el listón transversal de la verja del parque y metiendo dos dedos dentro de su zapato sacó el reproductor de mp3 que llevaba escondido allí debido a la prohibición de usarlos dentro del colegio, eran las siete y media, debía llegar ya a su casa. 

Así que se volcó al andar escuchando fragmentos de conversaciones y el sonido de los zapatos negros del uniforme triturar la grava de la pista que a cada pisada crujía cada vez más solitariamente a medida que avanzaba por la larga calle que seguía hasta la avenida donde los buses circulaban. Ocasionalmente una moto pasaba a toda velocidad por la calle iluminando de forma fugaz la larga pared de ladrillos rojos al borde de la acera. Al frente, una fila de árboles daba paso casas cada vez más dispersas entre sí y tras ellas una terrosa pampa se extendida hasta la carretera este de la ciudad.

El cielo se encontraba despejado, cosa extraña a mediados de Junio, las estrellas, aunque escasas, brillaban tenuemente al contrario de la luna, cuya luz proyectaba la sombra de James a medida que  avanzaba. Tres cuadras más abajo el poste de alumbrado público se veía como un alivio entre la relativa penumbra en la que se encontraba a pesar de la blanca luz que raras veces alumbraba Ciudad de los Reyes.

Así que prosiguió viendo como allá, donde se encontraba el poste de luz dos brazos se entrelazaban a un torso y un rostro se ocultaba, los pétalos resplandecían naranjas, tan vívidos como las llamas de las velas que los habían acompañado fuera de la capilla, y arriba, cientos de puntos se arremolinan sobre el bulboso foco del poste como una enrome masa amofa a punto de engullirse la luz, las hormigas aladas se movían con un agracia casi hipnótica.

—Raro—pensó —pensé que esto solo ocurría en enero o febrero.

El sonido de un motor desató entonces el lazo, y las risas lejanas se perdieron sofocada por el grito de un claxon mientras la sombra de James ya no se encontraba sola y las estrellas se veían más brillantes que nunca, más copiosas que de costumbre; la tierra, esta se sentía tan árida y suave, que solo atinaba a clavar sus dedos en ellas mientras una mano le rebuscaba desesperadamente los bolsillos y la otra presionaba su cuello contra el muro rojo.

Al fondo, una ventana se encendía en una de las casas que bordeaba la pampa, atrás los camiones de carga pasaban por la carretera con sus faros enceguecedores ¿a dónde irían? Camino a la sierra, tal vez, a algún alejado pueblo de la puna o quien sabe, incluso a alguna ciudad portuaria del amazonas, con largas calzadas surcadas por altas palmeras. En la ventana, sin embargo, se encontraba alguien que permanecería allí, a sólo unos metros de él, menos de medio kilómetro, de repente, y tan ignorante, tan despreocupado, sin pasarse siquiera remotamente por su cabeza como le arrancaban el morral y  le vaciaban los bolsillos.

Así que soltó la tierra arenosa de sus manos y escuchó como alguien gritaba, el sonido seco de un golpe, más gritos, ahora lejanos, la ventana se abría. Y un rostro, perfilado esta vez por la naranja del alejado farol, miraba con odio, con una cólera quemante a una  sombra borrosa disolverse y levantarse, aullar y gruñir, para finalmente correr hacia la pampa y perderse entre los árboles.

Al rededor se seguía escuchando: "¡ladrón!" "¡ladrón! " y la ventana se volvió a cerrar, haciendo lo mismo con las cortinas tras ella. La tierra se asentó y James se incorporó apoyándose en los ladrillos, mirando al suelo, a sus zapatos enterrados, sus pantalones gris oscuro ahora casi tan claros como su camisa. Una mano se posó en su hombro, y esos ojos antes coléricos, casi resplandecientes ahora se veían compasivos. Abajo, el cuello de la camisa que le salía del suéter del uniforme se encontraba levantado y él solo podía decir "estoy bien" 2"estoy bien ", sin embargo, al otro lado en el parque seguía una voz diciendo "¡Ladrón!” “¡Atrápenlo!“ Lo que hacía que aquel rostro siguiera expectante.

—Gracias —le dijo —mientras se sacudía el polvo inútilmente y recogía su agenda escolar.

—No, deja te ayudo—respondió Franco al instante que empezó a juntar los desperdigados cuadernos y bolígrafos que se encontraban esparcidos alrededor de ellos.

Otro claxon sonó, y la avenida se acercaba, la grava había dado paso al concreto, y aparecían cada vez más rostros tras ellos, hablando, preguntado por el alboroto, ¿a quién? ¿Cómo?

— ¿Fred no vino contigo? —soltó Franco de pronto, inexpresivo, con los ojos negros pensando en algo más, en algo completamente distinto. Pero James captaba el sentido y lo agradeció, no quería poner en evidencia lo  asustado que se sentía, lo aliviado que estaba, pero se limitó a intentar torcer la boca, en señal de una media sonrisa.

—No, se quedó ayudando al profesor Manuel a recoger sus folios, verás, al momento de salir...

—Sí, lo vi todo —respondió, con la expresión ligeramente más resuelta.

— ¿Sabes por qué Diana no vino? En la mañana me dijo que estaría en el velorio. —le preguntó James, acomodando su maleta al hombro.

—No, lo mismo me dijo a mí. —respondió una vez más, girando la mirada a ver quién venia atrás, donde el sendero se extendía negro y del colegio al pie del cerro ya solo se veían los pisos más altos y la torre de la capilla.

Los buses pasaban frente a ellos y los paraderos se hallaban llenos de muchachos con el  suéter guinda del uniforme del colegio resaltando escandalosamente, alzando las manos para despedirse o para trepar a los buses de ventanas herméticamente cerradas y pasadizos copados de torcidos cuerpos prendidos de las agarraderas de los asientos.

Filas y filas de estos compartimientos iluminados avanzaban gruñendo sobre el accidentado camino, James los veía, impaciente y reparó en que era la primera vez que intentaba mantener una conversación con el novio de Diana, Francisco X, porque desconocía su apellido.

De cualquier forma, Franco X, el chico nuevo o el nuevo del Mariscal Castilla (como le decía Esther), ahora volvía  a reflejar esa expresión grave que casi siempre lo acompañaba, una seriedad plena que causaba incomodidad a cualquiera que intercambiara con él un par de palabras

— ¿Qué hacer? —se preguntó Franco — ¿Que decir cuando uno se encuentra en una posición así? —pensó. Mientras el viento entero le secaba el rostro y los labios se le hacían más cuarteados que nunca.

                                                                    ***

El vestíbulo se vació cada vez más, los papeles regados en el suelo ahora se encontraban marcados por impresiones de suelas de todo tipo de tramado, él los  recogió presuroso y los tenía bajo su brazo mientras esperaba a que el profesor Manuel terminará de discutir con el auxiliar Ronald sobre quien sabe que tema. El vidrio granulado bailaba con perspectiva del reflejo y él pensaba en el sinfín de hilos que se entrecruzaban en el material del que estaban hechos los cojines de las butacas que se encontraban a un costado. El portón repicaba y Manú alzaba la voz, firme, pero calmado, como siempre, apacible, a tal punto que hasta oírlo ofuscado se le hacía curioso, los papeles se le resbalaban y sobre las copias de lo que parecían ser notas de libros, algunas láminas y varias fichas sujetada por un clip pidiendo auxilio, vio el sello de la UNCR, la universidad de Ciudad de los Reyes.

Ronald se irguió, hinchando el pecho ligeramente, como queriendo imponerse, Manú se reafirmó sin siquiera moverse, los focos de luz amarillenta proyectaban sus sombras sobre el ingreso al patio principal y Fred avanzó unos pasos sintiendo la tensión en todo el cuerpo. Vio a Ronald de nuevo, el auxiliar principal de severa mirada alzó la vista y lo miró a los ojos, él se mantuvo firme.

— ¡Lara! ¿Usted porqué sigue aún aquí? —le dijo a Fred— ¿no tiene nada que hacer en su casa? —continuó.

Fred lo siguió observando, firme, no desafiante casi imitando la forma en que Manú se plantaba cuando se hallaba disgustado, los pies ligeramente abiertos y la mirada seria, casi sin fruncir el ceño, y por un instante él ya no era su auxiliar, ya no era el cachaco, el auxiliar de quinto año al que todos le temían por pésimo genio, del que decían tantas cosas y se sabían tan pocas.

—Gracias Fred, eres muy amable—le dijo apresurado Manú, acercándose a él mientras retomaba la gentilidad de su rostro a pesar de la consternación que rebelde  se escapaba de sus ojos. —Ya me retiro, Ronald, el lunes hablaremos sobre esto. — continuó, mientras acomodaba los folios bajo el brazo y se abotonaba el abrigo.

—Y tú, anda a casa; ya es tarde, te veo el martes en clase —volteó hacia Fred una última vez antes de cruzar el portón que rechinó nuevamente estremeciéndose hasta su base y haciendo castañear sus dientes. Sonrió, esta vez sinceramente, y se fue, tan rápido como si hacía unos minutos no hubiera estado ahí, junto al auxiliar Ronald, firme y con su voz templada.

Los zapatos de Ronald sonaron a medida que se alejaba por el corredor de vuelta a la capilla, y de pronto todo se hizo silencio, afuera se escuchaba el lejano murmullo de los autos, pero subyacente a este, se escuchaba ese sonido blanco que uno solo escucha en las noches de verano en los campos de cultivo que rodean como un cinturón a la ciudad. Los grillos tronaban casi dolorosamente y hasta las alas de los mosquitos se oían junto con el claxon de un automóvil a cinco cuadras de distancia cruzando la carretera este a toda velocidad, mientras en la pampa vecina, las filosas hojas de una carcomida planta (yerba mala, probablemente) arañaban las hojas de otra de una forma tan gentil que parecían caricias echas con la mayor ternura. El verano en un sonido, el batir de los mosquitos, el estremecimiento de una rama ¿qué mal podría suceder en una noche así?

Se acomodó el tirante de la mochila  y se apresuró a salir inspirado por aquel extraño aliento de calma, cuando, escondido tras una de las mamparas de vidrio granulado, un recorte de periódico (original, a diferencia de los que había dentro de los folios del profesor Manú) se había quedado prendido en una de los rieles.

“Balacera en Santa Ana, una terrorista detenida, dos abatidos y dos no habidos... el presunto cómplice y militante sería el subdirector de la escuela y gestor del comedor popular de la 0041, Miguel Ortega-Arrué, todo la plana docente y la dirección está siendo investigada." decía el encabezado, sobre una foto de un muchacho de no más de 22 años, sonriente a la cámara sosteniendo un par de libros en la mano mientras se apoyaba en lo que parecía una fuente. Abajo de la foto se leía: " el profesor de la IE 0041, Miguel Ortega-Arrué M. (28).

Fred observó la foto nuevamente, el único acercamiento que tenía a los años del terrorismo hasta aquel entonces eran las ocasionales notas que pasaban en los noticieros o escuetos comentarios en la escuela. En su casa siempre había sido un tema betado, recordaba alguna vez haberle preguntado a su padre por los constantes atentados de aquella época, por las masacres en la sierra, sin embargo la mortificación en su rostro y su respuesta seca y tajante lo desanimó de seguir con el tema, cada vez que pasaban en la TV algo referente el canal era cambiado inmediatamente, ni siquiera su madre o sus tíos solían mencionar algo sobre aquellos años y, las pocas veces que los había sorprendido haciéndolo, era por medio de comentarios en voz baja, casi susurros.

En la escuela, sin embargo, la historia no era muy distinta. Todos conocían al profesor terruco, el que desapareció luego de una confuso incidente en los años más álgidos del terror, el que guardaba bombas y armas en el antiguo comedor, el que incluso se decía que mantenía contacto con los altos mandos del Partido, pero por supuesto, nadie nunca hablaba del tema, todos los profesores lo suficientemente mayores como para haberlo conocido negaban la cabeza cuando el tema salía a colación o incluso saltaban completamente la asignatura del día cuando llegaban al tema de violencia política en los libros de texto.

Pasó los dedos sobre la impresión amarillada por los años; se veía tan joven, claro que era muy poco probable que aquella foto hubiera sido reciente a la época en la que murió, y aun así, ver a aquel muchacho sonriente en la foto y pensar lo incierto que es cualquier suposición de lo que le habría pasado, eso lo perturbó fugazmente, no podía imaginarse a aquel muchacho sosteniendo un arma ni mucho menos detonado explosivos en frente de bancos y municipios. Así que metió el recorte cuidadosamente entre las hojas de uno de sus cuadernos y salió por el portón

                                                               ***

Ciudad de los Reyes, 1988

Altos techos blancos agrietados por los años se oscurecían y aclaraban en un parpadeo; el polvo y arena arrastrados por el viento, inclementes para todas las construcciones que se mantenían firmes contra ellos. Opacan todo lo que tocan, carcomen todo contra lo cual se estrellan, alisan todo cuanto rozan, el viento no discrimina edificios o vidas.

Pero en una tarde de marzo como aquella, cuando el verano se encuentra agonizante y el invierno se asoma a lo lejos, aguaitando por sobre el horizonte del mar y mandando sus emisarios como ocasionales nubarrones blancos que marchan hacia la sierra. En una tarde así, el viento reanima, reaviva y vigoriza a los abanderados del invierno que aún no toman la ciudad, y los rayos del sol despuntan transversalmente proyectando las más hermosas sombras y los más vivos colores que van desde el vivo amarillo de la fachada hasta los destellos opalinos del cielo reflejados en alguna de las fuentes de la escuela o en las gotas que pendían del pasto recién regado, contrastando con el marrón  de la tierra fértil que daba paso a los sardineles, ambos igual de saturados que el piso encerado extendiéndose hasta el final del corredor por el cual los tacones bajos de la hermana María avanzaban rítmicamente.

—Vaya que era una hermosa tarde —pensó—del tipo del cual se debe disfrutar sentada contra la ventana, o recostada sobre su cama viendo como la luz cambiaba en su cielo raso. Pero debía hablar con el profesor Miguel antes de irse a casa.

Él ha de estar viendo por la ventana, no le cabía duda, desde que llegó para asumir (hacían dos años ya) el cargo de profesor de literatura e historia no habían compartido mucho. Aun así, siempre supo, desde el primer momento que se presentó ante ella, con una sonrisa de muchacho, lo cual no era de extrañar, tomando en cuenta sus veinticuatro años por aquel entonces, desde aquel momento supo que era uno de los que se asomaban a la ventana en una tarde como esa, ese fue uno de los principales motivos por el cual le dio el empleo, no era algo muy profesional, era cierto, pero llegada a su edad; pensaba la hermana María mientras sonreía, podía darse algunas concesiones.

Y ahí estaba, perdido mirando al parque frente al colegio; sentado sobre un escritorio, tenso como una estatua, con la punta de la nariz brillando por la fragmentada luz que atravesaba esa ventanilla e iluminaba irregularmente la usualmente oscura sala de profesores.

— ¿Me mandó a llamar, Hermana? —le preguntó el muchacho poniéndose de pie ante su llegada.

Así es, le dijo la hermana María asumiendo de pronto un aire serio, ciertamente extraño en ella, lo cual terminó por hacer entender a Miguel Ortega que, efectivamente, el asunto era complicado. Hace un par de horas me llamó una señora, continuó la religiosa. Eduardo; Salaz Sullkapata, Eduardo, profesor de tercer año, hace un par de días no viene a trabajar, según tengo entendido. Ayer llamé al número que tenemos de él y nadie contestó, llamé al otro número de referencia que dejó y me contestó su madre, pude sentir su voz temblorosa al otro lado de la línea haciendo crujir el auricular. Se encuentra detenido, lo acusan de tener propaganda subversiva, lo más probable es que lo suelten en unas semanas, pero es tarde, el daño está hecho, la directiva del distrito ya dispuso que se envíe personal para que vigilen las actividades en el colegio.

Miguel, suspiro profundamente, no le eran extrañas las posturas políticas del profesor Sullka, y estaba convencido de que su militancia —en caso fuera realmente militante —era de puro tipo teórico, era la última persona que se podía imaginar pegando afiches y pintando muros, mucho menos sosteniendo un fusil, aun así, había logrado con lo que sea que lo hubieran encontrado (libros prohibidos con seguridad) que el ministerio les mande a los milicos al colegio, ¡vaya lo que faltaba!, Pensó mientras se apoyaba en el escritorio y miraba el rostro cansado de la religiosa.

— ¿Quién está cubriendo su clase? —preguntó de pronto.

—La profesora Sonia, pero no podrá seguir haciéndolo por más de una semana. Por eso pedí que te quedes, Miguel, necesito que me ayudes con las entrevistas, el año escolar acaba de empezar y por ningún motivo se pueden atrasar las clases.

—Ya veo —contestó, poniéndose de pie y dando dos pasos hasta el escritorio, cruzó las manos mientras veía por la rejilla. —No hay problema, madre, le dijo el menudo profesor con su leve sonrisa que por momento se difuminada con aquella expresión seria que sacaba a veces, como robada de un señor de cuarenta. — No hay más que pensar, entonces, habrá que traer un suplente.

—Sí, al menos provisionalmente—respondió la religiosa—Ya dispuse todo, mañana vendrán cuatro postulantes.

Notas finales:

Un comentario siempre es bienvenido, sea o no positivo. ;)


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