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La Ciudad de Polvo por Dedalus

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CDRY, 2007

Francisco sacó la llave de la cerradura desganado, contando los pasos para subir por las escaleras e ir a su casa. Arriba, el foco variaba su intensidad gradualmente siendo asediado por una polilla minúscula cuyo único indicio de su existencia era el sonido de su cuerpo estrellándose contra el bombillo

Abrió la puerta del humilde apartamento, la ducha corría y su hermano lo quedo observando desde el sofá.

—Mi ma' se está bañando —dijo mientras miraba el televisor (regalo de sus abuelos) — ¿ya vamos a cenar?

—Espera un momento—le dijo Franco—deja que me cambie para poner a hervir el agua.

"¡El pan está en la cocina!" escucho gritar a su madre mientras entraba a su cuarto. Adentro todo estaba como lo había dejado en la mañana, la ropa tirada sobre una silla negra con los resortes al aire, la cama sin tender con las sábanas y mantas revueltas, los bocetos que había realizado la noche anterior amontonados dentro de un folder crema sobre una cómoda y la pared de ladrillo expuesto, por alguna razón más húmeda que nunca.

Dejó caer la mochila sobre la cómoda y procedió a quitarse el suéter del uniforme y a desabotonarse la camisa, su pecho plano apareció contrastando con la camisa,  le pareció grotesco. Prosiguió entonces a tirar la camisa sudada sobre la cama posándose esta sobre el diseño de las mantas cuyas formas geométricas adoptaban raras posiciones por los dobleces.

Algo no andaba bien —pensó —algo no cuadraba, y es que se sentía incómodo, como si algo se le hubiera quedado atravesado —no tendría por qué preocuparse tanto, ¿o sí?  Después de todo, ya había hecho suficiente cogiendo del pescuezo a aquel tipo que intentaba asaltar a James, al menos había hecho más que todas las personas que se quedaron observando y solo atinaron a gritar.

Y, aun así, no era suficiente, y no se había quedado satisfecho con ver su aturdida cabeza subiendo al bus, con la mirada intentando parecer segura, pero con el andar delatándolo, se veía tan torpe, como un niño volviendo a casa solo por primera vez. Sin embargo, que tiene que ver él con eso, después de todo era solo un amigo de Diana, ya había hecho bastante. Ahora estaría en su casa (el agua, debía poner a hervir el agua) cenando tal vez o arropado en su cama intentando olvidar el incidente, ¿llorando del susto? No, no parecía del tipo que llora, lucía más bien como la clase de persona que se guarda para sí el susto y espera a que se desvanezca con el tiempo.

Alguien alza la voz en la sala, y él tiene a James en los ojos, Diana se convierte entonces solo en un nexo, en una conexión entre ambos una unión que los ha acercado sin intención, pero Diana es su novia —pensó —y ¿qué tiene que ver James en todo esto?

Más allá de sus ojos grandes y curiosos, sus labios delgados, el cabello lacio  cayéndole sobre las orejas, el andar suave, como si flotara en todo momento perdido en una nube de ensoñación, palpable solo cuando hablaba, reflejada en su mirada, expresada en sus gestos. ¡Que tendría que haber hecho! ¡Que más pudo haber hecho! además de golpear aquél tipo quien sólo corrió hacia la oscuridad, a esa pampa negra por la noche que parecía extenderse hasta el horizonte, pero que no tenía ni media hectárea de profundidad.

Y ahora, debía poner a hervir el agua para el lonche, debía poner la mesa antes de que su madre termine de bañarse, no se enfadaría si ella misma lo hiciera, pero prefería hacerlo él, porque con cosas pequeñas también se ayuda, con gestos pequeños se reflejan grandes cosas, o al menos así lo decía su abuelo, no es que supiera mucho de ayudar en la casa, de hecho nunca lo vio lavar un solo plato, pero bien, eso no viene al caso. Cogió una polera gastada, se puso los pantalones delgados de algodón que usaba en casa y salió a servir la cena. Ollas, cacharros, las tres tazas ya estaban alineadas, el café servido, los cubiertos puestos y la pata de la mesa nivelada. El humo de la tetera no dejaba de ascender, incluso cuando ya se encontraban sentados y Arturo remojaba el pan dentro de la taza. No conversaban, solo veían la televisión ensimismados en la telenovela de las ocho, con la vista fija en la pantalla y la cabeza repasando en segundo plano lo que debían de llevar a cabo el día siguiente.

 Dos golpes en el piso inferior hicieron que sus miradas se cruzaran, el caliente ambiente que se había formado se evaporó como el agua en la tetera cuando su madre abrió la puerta y desde el balcón miró hacia abajo.

— ¡No! ¡Estás borracho! —Gritó — ¡Lárgate! Estoy ocupada —continuó, mientras abajo seguían tocando insistentemente la puerta.

Franco se mantenía con la espalda pegada al respaldar, los pies juntos, la respiración controlada. "Ya se irá", pensaba, "Ya se irá y no hará ningún escándalo, se largará tranquilo y luego volverá sobrio trayendo algún dulce o un regalo para Arturo. " Y abajo el portón se mantenía vibrando por los golpes, haciendo eco en todo el tragaluz hasta llegar a la azotea de la casa de cuatro pisos. Arturo empezó a llorar callado, tragándose sus lágrimas con el pan, sorbiéndose los mocos y limpiándoselos con el puño del pijama.

***

¡Al fin! Su cuarto, sus cortinas, su armario, el suelo; todo se veía como si hubiera cobrado un inusitado nuevo valor para James quien dio dos pasos y se lanzó sobre la cama, cogió un almohadón y se cubrió la cabeza. Su corazón ya se había calmado, pero su cabeza se empecinada en rebobinar aquel momento, aquella exhalación que pegó al sentir que alguien lo empujaba, aquel brillo de las estrellas y los gritos provenientes de quien sabe dónde, de quien sabe qué.

Sus zapatos volaron, junto con el suéter y la camisa, pronto se encontraba envuelto en mantas con los ojos abiertos, inquietos, jugando por las paredes, pretendiendo que su cabeza no pensaba, no recordaba. "Nos vemos, gracias " le había dicho, tembloroso mientras la escena entera se quedaba atrás oscura y borrosa como si hubiera sucedido hacía años.

Pero hacían solo unas horas, y los separaban solo unas cuadras, medio cerro y medio centenar de casas, tal vez; tenía que cenar algo, su abuela tardaría en llegar aún. Así que pasó el café, salió a la calle fría, pero con el cielo despejado, las casas con las fachadas húmedas y la gente en sus portales iluminados; tan animado todo, pasó por su cabeza, con dos botellas de cerveza en la acera, reflejando en el piso la luz artificial, risas estridentes acompañando la música hacían eco en la calle y parecía elevarse a las ventanas. A los segundos y terceros pisos donde siluetas iban de un lado a otro, pasando raudos por las habitaciones, llevando algo hacia al otro extremo y devolviéndolo luego a su lugar original. La tienda estaba llena, pero el muchacho que atendía le dio el pan con relativa rapidez.

—Se parece a Franco — pensó—claro, físicamente, la altura, la espalda ligeramente ancha, los hombros delgados, la cara rectangular y angosta, la voz templada y grave.

Cayeron las monedas, un, dos soles, está bien, gracias,  le dijo el muchacho, James solo giró  y salió de la bodega. Realmente todos se encontraban en sus portales y la calle estaba llena de perros, husmeando en las esquinas, deambulando por las pistas y orinando tras los autos estacionados en fila. A lo lejos la música seguía.

Qué era aquello, esa sensación, ese frescor en el ambiente, la soltura con que la gente conversaba, las estrellas, allí, existentes, visibles. ¿Qué era eso? Dos perros correteándose mutuamente en la calle, y miles de polillas estrellándose contra los vidrios.

Podía hasta percibir el rostro de Francisco X mirándolo mientras se incorporaba, era su mirada expectante, impaciente, el cuello de su camisa levantado, sus ojos fulgurantes contra la noche. Está bien—pensó —está bien, no había porqué seguir, no había porque rebasar aquel único contacto que habían tenido aquella noche, no tenía sentido llevar las cosas más lejos y no lo llevaría a nada bueno; de hecho, llevarlas más lejos.

Así que entró a casa, donde su abuela ya había llegado, y todo aquello desapareció, la música no se oía (las ventanas estaban cerradas) y el ambiente se sentía seco y frío, saludó a su abuela con un beso en la frente.

—Voy a poner la mesa—le dijo.

***

—No, en serio, no fue nada—repetía James por quinta vez ante el rostro preocupado de Diana—estoy bien, no llegó a más, por suerte Francisco me ayudó y el tipo aquél ni siquiera pudo llevarse nada.

Fred no soltaba su hombro mientras repetía "perdona, de verdad, no debí quedarme" "lo siento" "no debí quedarme.” Y la mayor parte del receso transcurrió así, entre narraciones de una ventana al otro lado de la calle y de un sujeto perdiéndose en la pampa. El sol solo era un disco blanco más claro que las  nubes y Fred sacó de pronto un recorte de periódico del bolsillo de su camisa "miren lo que hallé el otro día", dijo mientras lo desdoblada como develando un trofeo enceguecedor.

Así que es él—los tres dudaron como si tuvieran un importante secreto entre manos—no luce tan mayor, dijo inmediatamente Diana; de hecho luce bastante guapo, claro, no de la forma que lo es Franco, pero es en verdad lindo, sosteniendo esos libros, se ve muy feliz. Ni parece terruco. —Sentenció al fin.

Y en efecto, James miro fijamente el rostro de Miguel; Miguel Ortega-Arrué M., como decía en el periódico, su mirada, a pesar la pobre calidad de la imagen transmitía una vida entera en un vistazo. "Vaya apellido" murmuró James.

—Se lo devolveré al profesor Manú hoy—dijo Fred —se le cayó el viernes luego del velorio.

James no dijo nada y recogiendo un ramillete minúsculo de flores que crecían junto a los anchos y altos sardineles donde estaban sentados miró hacia la oficina dirección, cuya placa relucía al otro extremo de patio,  imaginando al borracho del director, metido allí, escondiendo una botella de ron en el segundo cajón de su escritorio y durmiendo mientras la cafetera pasaba el café molido, durmiendo sobre papeles regados en el escritorio y la rejilla de madera, que hacía las veces de ventana, iluminando la estancia con fragmentada luz, casi perfumada por el blanco día invernal que alumbraba el cielo. ¿Quién necesitaba nieve? ¿Quién quería copos y ventiscas cuando se tenía el cielo de Ciudad de los Reyes?

Y una bocanada de aire fue lo único que pudo coger, para luego soltar mil pensamientos en un suspiro silencioso que solo consiguió crear un hálito blanquecino frente a él. Era algo deprimente si se ponía a pensar en cómo los tiempos habían cambiado, imaginaba aquella época en la que aquél, el famoso Profesor Miguel enseñaba allí y no podía evitar teñir el recuerdo con aquella cálida aura nostálgica de tiempos mejores donde la hermana María se encontraba en el auge de su actividad social, cuando aquel lugar no se sentía tan corrupto, tan vano, un ligero tinte épico recubría inevitablemente esos años.

 Y es que la mayoría de los grandes nombres de la pública 0041 habían surgido en aquella época,  no es que hubiese muchos, de hecho, fruto de aquellas promociones habían surgido un par de abogados penales, cada uno reconocido por casos mediáticos, así como un matemático que había logrado conseguir un puesto en una universidad gringa y por último una regidora del distrito. Hablar de “grandes nombres” era relativo. Sin embargo, la figura de aquel profesor era aún un misterio para muchos, un nombre que se susurraba como si estuviera prohibido mencionarlo frente a los auxiliares o profesores. Ya se había ido la Hermana María, y ahora solo quedaba el profesor Manuel, quien inevitablemente en algún momento también los abandonaría por un mejor empleo, en fin, aquél ya no era su problema, después de todo se graduaría a fin de año y lo más probable era que nunca vuelva a pisar  la escuela.

De pronto Diana saltó como despedida violentamente de la grada, dio un par de brincos al ponerse de pie y avanzó unos metros directo al cuello de Francisco, del cual se colgó unos instantes y tomó del brazo apoyando su cabeza sobre su hombro.

— Ya James me contó todo—le dijo, ¿cómo haces algo así? Fue muy peligroso— siguió. "No fue nada," respondió él con las manos en los bolsillos y un gesto desinteresado, el cabello le brillaba en un reflejo mate del cielo gris y el rostro se le veía más límpido que nunca.

 James trataba de evitar hacer contacto visual observando como un círculo de chicas se formaba en el centro del patio, todas se acercaban masticando chicle o acomodándose los moños mientras hablaban unas con otras sobre quien sabe qué. Sus rostros se hallaban colorados por el intenso frío, y sus ojos abiertos de par en par mientras exclamaban: ¡no te creo! ¡Estás loca! Y ponían las manos en las caderas. Pero el rostro de Franco no, este se veía pálido, casi grisáceo y sus ojos negros contrataban inquietantemente.

En su mejilla la mirada fija de Franco comenzaba a irritarlo, su mirada no dejaban de enfocarlo directamente, sin el mínimo asomo de duda, sentía como  se clavaban sus ojos sobre él como queriendo intimidarlo, como buscando que volteara y lo mirara a la cara, ¿qué es lo que quería, un gracias? Ya se lo había dado el viernes antes de subir al colectivo ¿qué más? ¿Qué más buscaba en él? Que pretendía observándolo con las cejas gruesas enmarcando su apática expresión, mantenido aquella postura relajada, incluso media encorvada  hacia delante.

Diana reía despreocupada hablando con Fred, y él seguía  en silencio, intransigente, sin consideración, con los ojos fijos, así que James volteó, con la rabia de quien se siente agredido, y lo miró fijamente, sintiendo un escozor en las mejillas y un dolor en la punta de la nariz que sentía se le congelaba al inhalar el aire húmedo.

—Ya volvemos chicos, quiero comprarme algo antes de volver al salón— dijo Diana antes de hacerse del brazo de Franco nuevamente y enrumbar hacia el quiosco del colegio que se encontraba a unos metros de la capilla, sobre la pequeña pampa tras la cual se levantaba el ahora inubicable cerro  tapado por la  neblina proveniente desde el oeste. Así esta se empezó a enroscar en los pedregones y colarse por los caminos de tierra engullendo las huellas desechos plásticos y colillas de cigarrillos regados por doquier. Desde allí el patio parecía repleto de hormigas que formaban grupos y deambulaban erráticamente de esquina a esquina. Y la hora corría, en cualquier momento, blanco, rojo ocre se irrumpían secamente frente a James y hasta el verde de los arbustos, ficus y rosales parecía más opaco con la silenciosa neblina que avanzaba inclemente contra ellos.

Fred hablaba sobre una pelea, una discusión el día del velorio, y no podía prestarle atención del todo, porque ahora que Francisco se hubo ido aún tenía la carga de su presencia sobre sus hombros. Aun sentía como su figura subiendo por la cuesta hasta el último jardín lo fastidiaba de sobremanera.

Así era, y ahí estaba él, sentado mirándolo caminar y pensó en el profesor desaparecido, ¿qué le pudo haber pasado a alguien con una sonrisa así? A alguien que se sentaba en fuentes y que seguro era de los que se quedan mirando al cielo en las tardes de otoño y primavera, cuando el clima cambia y el cielo se torna naranja, violeta y luego azul en las tardes. Alguien con una mirada tan afable que hasta escarapelaba él cuerpo, que transmitía seguridad, pero sobre todo una profunda sensación de comprensión.

Y pensaba en aquellos años de terror, de persecución, de destellos abruptos en la noche y luego oscuridad total, de cartas y paquetes que hacían volar personas en pedazos, de pueblos enteros que desaparecían y de personas a las que se las tragaban las sombras. E imaginaba a ese joven profesor, con su rostro amable, magullado, y un estruendo, (pues es solo lo que debió escuchar) una detonación que desvaneció todo en un abrir y cerrar de ojos mientras caía dejando en el trayecto cada recuerdo de lo que había visto.

El timbre sonó, y atravesó como un grito todos los patios apresurando, a su vez, a todos estudiantes para que inundaran los corredores y regresen a los salones. Los profesores bajaban y subían gradas, cruzaban senderos y saltaban hacia los salones,  al fin las clases prosiguieron con aquella pesada sensación que el receso deja tras él, las manijas del reloj sobre la pizarra no ayudaban y tortuosamente se arrastraban de número a número.

 La clase, de forma inevitable, llegó a su fin y Fred guardaba sus cosas lentamente, esperando que el mayor número de personas fuera saliendo, James y Diana salieron últimos despidiéndose cada uno de lejos. Sabía que el profesor Manú llevaba la clase del costado los lunes a la última hora. Finalmente recogió sus lápices de un tirón, juntándolos con ambas manos, arrojándolos a su mochila. Se arregló el pelo, tirándose los mechones hacia atrás y acomodándose el pequeño copete que se le armaba adelante. Se acomodó la camisa y se limpió los residuos de la goma de borrar que tenía en los pantalones del uniforme. Debía apresurarse o  se iría, y luego  sería vergonzoso entrar un día después a devolverle aquél recorte; no, debía hacerlo ahora.

Así que salió del aula y esquivó un par de muchachas que lo quedaron mirando antes de doblar hacia el patio. Allí estaba él, enroscándose la bufanda azul y haciéndose de su maletín de cuerina café. Parecía ligeramente resfriado y como siempre llevaba bajo el brazo dos folios llenos de papeles y una fotocopia anillada con pasta transparente. Alzó la vista y sonrió como de costumbre con sus labios delgados, sus ojos lucían cansadísimos bajo los mechones cobrizos que le caían sobre la frente. "¿Qué haces aquí, Federico?" le dijo volviendo a colocar su maletín sobre el pupitre.

Fred ingresó mirando al suelo y sacó el recorte de periódico de su mochila, “lo encontré prendido de una de las mamparas del vestíbulo, creí que probablemente era uno de los papeles que se le habían caído.” Manú recibió el trozo de papel y viéndolo con detenimiento un momento, como dudándolo, lo metió en uno de los folios y sonrió tímidamente. Sacó un pañuelo y se lo paso por la nariz.

Fred retrocedió un paso y se disponía a marcharse cuando Manuel lo detuvo, "no te vayas", le dijo y a Fred se le estrujó el corazón perdiendo el compás de sus latidos.

— ¿Sabes quién era él? —continuó.

***

— ¿Y cómo te fue con Manú? — le preguntó James  mientras servía el arroz en los platos y los llevaba a la mesa circular de madera, el televisor encendido transmitía las noticias y a través de las ventanas ingresaba el olor a polvo de una construcción cercana.

Fred se llevó una mano a la nariz, haciendo un ademán como si fuera a estornudar, James se sentó frente a él, sirvió un poco de té frío y lo quedo observando. "Le devolví el recorte, Jamie, pensé que eso sería todo pero me hizo quedar—James sonrió mirándolo pícaramente — y no, no me hagas esas muecas, mira, al parecer está haciendo una investigación sobre aquel tal Miguel Ortega."

"¿Investigación?" dijo James jugando con el plato de arroz, "no sabía que el campo del profesor Manu llegaba hasta la investigación criminal." Fred lo quedo observando, "que hablas, Jamie, no, no, al parecer ese profe era un escritor conocido... O al menos uno muy bueno. La cuestión es que el profesor Manuel me contó que cuando iba a la universidad se encontró con unos poemas suyos en la biblioteca y quedó completamente fascinado con sus versos, ya sabes, no es que sepa mucho de poesía, pero si Manú lo dice deben ser muy buenos, ¿no? Así que, por aquellos años intentó investigar más acerca de él pero lo único que descubrió fue que había desaparecido a fines de los 80."

"Ya, entonces ¿qué es lo que hacía con esa nota de periódico? " le preguntó James, haciéndose el desinteresado, sabía cómo era de pendejo Fred, si le daba muchas señales de interés terminaría por no contarle todo y soltarle las cosas de a poco.

“A eso justamente iba, Jamie, resulta que muchos años luego Manú conoció a la hermana Maria en una conferencia, una de esas cosas de la universidad, entonces ella le habló del puesto vacante en la escuela, el que dejo el jabalí con lentes del profesor Merino, ¿recuerdas? " James volteó los ojos e hizo una mueca de desprecio," nunca olvidaré cuando me hizo hacer  cincuenta sentadillas por hablar en clase." recordó. "¡Ja! ¿Y las veinte vueltas al patio principal te pareció poco? En fin, Manú aceptó la oferta laboral, me dijo que con la pensión de la universidad (está haciendo la maestría, ¿te acuerdas?) y la mensualidad que le daban sus padres solo le alcanzaban para cubrir sus pasajes, así que sin pensarlo dos veces le dijo a la Hermana Maria que contara con él para el empleo, y ella que había quedado encantada con Manú —Fred sonrió algo avergonzado y James no pudo evitar reír también al ver su expresión — no dudó en darle el puesto a pesar de los otros candidatos. Ya imaginaras la sorpresa de Manú al enterarse que este era el colegio donde Miguel Ortega enseñaba antes de que el ejército... Pues, hiciera lo que se hizo"

“Entonces, qué es lo que está investigando " pregunto James ya algo impaciente, la estancia se iluminaba con el sol cayendo y el rostro de Fred adoptó un dramatismo casi cómico al forzar un talante de seriedad. "Pues básicamente está haciendo su tesis de los poemas de él, me dijo que estaba buscando toda información disponible y que justamente la escuela era el lugar perfecto para hacerlo, por lo pronto aún ni siquiera puede ubicar el único poemario que Miguel Ortega llegó a publicar, me dijo que por aquella época censuraban todas las manifestaciones culturales con contenido peligroso, películas, libros, sobre todo libros, y el de Miguel fue uno de esos."

"Ya; era un libro rojo." replicó James. "No, no; o sí, bueno, el profe Manú no ahondó mucho en eso, pero me dijo que luego de aquella primera edición no había habido ninguna otra, por eso es que los ejemplares que sobrevivieron a la persecución fueron pocos, es más, según él se podrían contar con los dedos de una mano, pero aun así, él guarda la esperanza de encontrar uno en la escuela, porque hasta ahora solo tiene algunos poemas sueltos." Fred se metió una cucharada del arroz a la boca y masticando con entusiasmo le dijo, "el único problema es que al parecer el auxiliar Ronald se opone que busque más sobre Miguel."

— ¿Y eso?—James lo miró extrañado, no se imaginaba al rancio auxiliar Ronald interfiriendo en algo así.

—No sé, ya ves que el tío está medio quemado, no has escuchado lo de que todos los que fueron al frente en aquella época quedaron locos.

"¿Entonces por donde piensa comenzar a buscar? " preguntó James. Fred contestó mientras masticada" lo más probable es que se encuentre en la biblioteca de la escuela, ya sabes, nunca la abren y adentro todo es un desastre, así que con tantos libros sin registrar, seguro se encuentra ahí."

—la verdad dudo que halle algo, el sitio es un basural.

 

***

Afuera lentamente el portón despedía a la multitud de estudiantes que salían camino a sus casas o a deambular por los alrededores. Así, dando un paso tras otro, como contando cada uno, Franco avanzaba con Diana sujeta de su brazo hablando de la irritante señorita Delgado y de cómo no paraba de llamarle la atención debido al collar que llevaba bajo la blusa y  las uñas pintadas con esmalte transparente. Ella avanzaba y alzaba los ojos, entornaba las cejas y a Francisco por momentos se le hacía todo tan superficial, tan vacío, ¿pero qué buscaba? —Pensó —¿qué haría que deje de sentir aquél desencanto? Ahí la tenía frente a él, mirándolo con la cabeza inclinada y no podía negar que era muy bella, con sus rizadas pestañas y su cejas delgadas, además de aquella coquetería casi intimidante que le salía naturalmente al hablar, al mover las manos y expresar cualquier gesto en su rostro. Luego se veía a él, tan enjuto, tan pálido, sin gracia y se sentía tan idiota.

Aun así, no era suficiente, la veía y no lo creía,  le frustrada como avanzando por el parque ella sacaba uno a uno los ramilletes de diminutas flores que crecían en los arbustos y los deshacía en sus manos delicadas, lo sujetaba de la chompa azul y se empinada para besarlo. El accedía, con las manos en los bolsillos y sintiendo la cercanía entre ambos, el rose de sus cuerpos, esto lo aliviaba. Podía dejar de pensar, entonces, por tan solo un momento en que todo se sentía tan vacío.

No recordaba cuando comenzó, no había percibido el momento preciso en que Diana dejó de intimidarlo con sus inesperados abrazos por la espalda o sus repentinas ganas de colgarse de su cuello besarlo hasta llegar al ángulo de la abertura del cuello blanco de su camisa. Aun así, todo el fin de semana no había dejado de sentirse abrumado, perseguido, como si todo se avecinara contra él, como si las paredes de su cuarto se encogieran, sus sábanas lo ahorcaran y la respiración tensa al despertar parecía llamar a alguien más. Sus ojos al despertar se volvían a cerrar buscando volver a soñar, no importaba si lo trasladaban nuevamente a la calle oscura con la pampa frente a ambos, James con sus ojos incrédulos sacudiéndose el polvo y él aun con los latidos de su corazón haciendo retumbar su pecho o si lo llevaban a alguna versión retorcida de la escuela con esquinas desdibujadas y jardines de palmeras gigantes donde él paseaba distraído, como siempre que lo veía recorrer alguno de los patios, incluso antes de conocer a Diana.

No le importaba, porque al menos así no era su culpa, no era la responsabilidad de nadie que sus sueños se retorcieran una y otra vez más repitiendo la misma escena, la cabeza erguida de James mirando a las copas de los árboles al inicio del año escolar, cuando el sol aun en el cielo despejado iluminaba todos los jardines, caminaba lento, como preparándose para algo. Y él allí, indefenso entre una multitud de muchachos a los que no conocía y con los que tendría que convivir por los próximos dos años hasta graduarse.

Pero despertaba, siempre despertaba, y su alarma se empecinaba en sacarlo de su cama —si no era esta, era su madre —y tenía que subir al colectivo, caminar nuevamente hasta el colegio donde los veía andar a los tres juntos durante el receso, o los encontraba conversando en algún pasillo, Fred con su larguirucho cuerpo balanceándose, riendo histérico, James como siempre, como antes de despertar, y Diana viniendo hacia él y tomándolo de la mano mientras lo llevaba hacia algún otro lugar más apartado. Los veía a ambos de soslayo; sus risas, la confianza con la que se hablaban lo irritaban y le fastidiaba como Fred pasaba su mano por el hombro de James y ambos iban hacia otra dirección, lo exasperaba.

Un grupo numeroso de cuarto año pasó por su lado, Diana los quedo observando, uno de las muchachas dijo algo a Franco y un tipo delgado salto de pronto y lo palmeó en el hombro hablando algo sobre el curso de Lenguaje. Ella se hizo la desentendida y avanzó dos pasos hacia un costado, casi como si fuera una reacción por inercia, como si de pronto sus zapatos se hubieran deslizado hacia aquella dirección. Franco sonrió ante un comentario y ella no pudo evitar seguirlo, sintiendo cierta tristeza sonrió también, él volteó un poco, pero ya no fue lo mismo. El grupo siguió avanzando y él  la cogió de la mano, nuevamente serio.

Quería explotar, empujarlo, gritar y decirle que lo odiaba, porque ya no sonreía, porque ahora que se habían ido volvía a comportarse errático, simplemente abocado a caminar, mirándola como si fuera algún adorno, asintiendo y hablando bajo, lejano, como si le hablara a alguien no presente, a algún muerto. Y aun así, seguía allí, sujeta de él, acomodándose el pelo y hablándole de la desesperante señorita Delgado.

                                                                      ***

Ciudad de los Reyes, 1988

Oscar corría por la larga calle que llevaba a la escuela en las faldas de un cerro abrazando el conglomerado de pequeñas casitas, casi como una maqueta sacada del proyecto de alguno de sus estudiantes. Llegaba tarde; por segunda vez, llegaba tarde y ya veía la cara del auxiliar observándolo con todo el desdén del mundo mientras en un simple "Buenos días, mucho tráfico, ¿verdad?" le escupía en el rostro.

Y así todo el día.

Aún no se acostumbraba a la presencia de ese cachaco en un colegio, suficiente tenía con verlos resguardando las calles y parques como si la ciudad entera se encontrará tomada, ahora también tenía que aguantarlos en su lugar de trabajo. Pero no podía hacer nada, debía seguir con el perfil bajo. Cada día las noticias de atentados en las provincias de la sierra se hacían más recurrentes, cada vez más osadas, tal vez no era de todo descabellado tener a aquellos personajes patrullando la ciudad y en las escuelas, vaya que sí tan solo hubiera otra forma de hacerle frente a esa guerrilla, pero en fin, debía apresurarse, ya iba retrasado.

El trabajo de profesor no le entusiasmaba en demasía, pero sus ahorros ya se habían terminado y la beca de investigación que le habían prometido aún no terminaba de salir. La mañana transcurrió entonces tediosa, la clase, por suerte distaba mucho de ser problemática, y, más aún, se le hacía hasta indiferente. Así llegó el fin del receso, todos los muchachos y muchachas se limpiaban sus rostros con sus respectivos pañuelos blancos mientras disimulaban el chicle mascando lentamente y escondían bolsas de papas fritas debajo de las carpetas.

De pronto la puerta sonó, y el murmullo de los susurros se esparció por el aula, afuera la profesora Sonia, una de las docentes más jóvenes de aquel lugar le informo que la dirección había mandado a supervisar la clase. No se preocupe, le dijo la muchacha de ojos grandes y sonrisa afable, es un procedimiento usual con los suplentes.

—Solo observaremos la clase por un rato, profesor, continúe —le dijo el mismo profesor que había estado presente durante la entrevista que le habían hecho hacia unos días, el cual con una voz ausente, pasó sin mirarlo, mientras caminaba casual pero seguro hacia el fondo del salón, este fue seguido por la religiosa de cara redonda, mejillas sonrosadas y gesto agradable.

Así que prosiguió, resuelto a seguir comentando distintas obras trágicas, señalando algunos puntos en las tramas, además de las innovaciones que agregaron cada uno de los autores helenos al género en sus obras. Miguel veía paciente, pensativo, escuchaba, ladeada la cabeza, se erguía en su asiento y volvía a perderse, escuchaba... Y de nuevo lo repetía todo mirando por la ventana, con los ojos iluminados por el horizonte brillante tapado por el paisaje urbano y cubierto por los ventanales que iban de esquina a esquina.

—No, realmente no—dijo de pronto, alzando la voz desde el fondo del aula despabilando a todos los adormecidos alumnos que cabeceaban sobre los cuadernos. —se equivoca con respecto a su apreciación sobre la obra de Eurípides como gran renovador de la tragedia griega, de hecho, (hizo una pausa como deteniéndose a pensar y tomar aire) dista mucho esta ser una renovación. Lo que Eurípides hizo fue matarla, transgredió todas las normativas bajo las cuales esta se regía, rompió con todo lo que significaba la experiencia del pueblo griego al ir a ver una representación dramática, tergiversándola y diluyendo con el tiempo cualquier carácter sublime que pudo haber poseído. —acto seguido, cerró su agenda forrada de cuero negro y lo miró, inexpresivo, calmado.

Oscar plantó ambos pies firmes metió las manos al bolsillo y miro a una esquina del salón, ligeramente cohibido pero procesando sus ideas rápidamente.

—Difiero con su punto de vista, profesor, verá, la situación con Eurípides se enmarca en una coyuntura particularmente especial en Atenas, recordemos la profunda influencia de Sófocles en su obra. Entonces, nos encontramos ante una sociedad que se ve dividida entre los viejos valores y los nuevos. Por supuesto, el progresismo no es un invento reciente, a pesar de que muchas personas hoy en día no lo conocen. —culminó, haciendo especial énfasis en esta última parte mientras miraba, con una fina sonrisa a Miguel, cuya expresión permanecía imperturbable pero sus ojos centellaban coléricos.

—Oh, desde luego, el progreso de una sociedad es innegablemente imparable, más aún, es solo aplaudible, y por supuesto que los griegos eran una de las sociedades más progresistas de la historia humana, obviando claro a su trato casi esclavista para con las mujeres, pero sí, comprendo su punto, sin embargo, ¿qué tan benevolente llega a  ser el progresismo cuando nos lleva perder la grandeza de un género tan bello como lo fue la tragedia? Es en efecto, el progresismo algo inherente a la especie humana, y siendo tal el caso ¿significa siempre una mejora en su condición?

La campana sonó de pronto cortando violentamente el silencio que se impuso una fracción de segundo luego de que Miguel terminará de hablar. Oscar permaneció con la cabeza ligeramente baja, como pensando en su réplica, sin embargo lo único que cruzaba por su cabeza era "se acabó" "ahora de hecho cambian de suplente ", "¡tenías que contestar!”.

Afuera Miguel se acomodaba el traje mientras la hermana Sonia corría hacia la secretaria, él se limitó a hablar mecánicamente, sin mostrar mucho interés, sus ojos miraban los jardines, la sombra, el negro en contraste con la luz quemante y los pájaros saltando de rama en rama haciendo crujir hojas endebles.

"Necesitaremos un profesor a tiempo completo, quería saber si usted estaba disponible para asumir el trabajo" le dijo, viendo como un picaflor zumbaba azulino y verde entre flores como campanas bamboleándose de lado a lado. No había problema, por supuesto, era inesperado, pero para nada un inconveniente. Y la flor cayó sobre la tierra húmeda rebotando en el charco ínfimo de agua empozada, con un par de basurillas flotando como barcos a la deriva.

—Por cierto—le dijo Miguel volteando raudamente antes de irse —no tengo nada en contra de Eurípides, de hecho, Las bacantes es una de mis comedias preferidas. —y por primera vez que desde que llegó pudo ver un gesto amable en el menudo profesor.

Oscar solo atinó a sonreír mientras el salón se vaciaba y el colibrí zumbaba volando cada vez más alto.

Notas finales:

Actualizaré todos los martes y jueves. Espero sus comentarios, un abrazo a todxs :)


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