Desde que era un niño pequeño había querido protegerlo con toda su alma y su corazón. Quería llegar a ser ese caballero resplandeciente que salva al príncipe resplandeciente de ser devorado por un dragón. Aunque su vida precaria le decía que era algo imposible de hacer, aún guardaba ese deseo de hombrecito inmaduro que no está listo para la vida tal y como es, cruda como la de todos aquellos que nacen en un seno familiar deficiente, violento y pobre.
La infancia de Kuroo no fue la mejor, estaba rodeado de pobreza, a veces la comida escaseaba, tenía que agazaparse al lado de su madre cual gato callejero sobre un piso frío con tal de guardar calor, y en los más duros inviernos, juraba que podría componer una que otra canción con el ritmo de sus dientes castañeantes. Y aun así, Kuroo se sentía muy afortunado porque al menos tenía una madre que lo amaba, que se quitaba el pan de la boca para verlo crecer sano, y que haría lo que fuera con tal de enviarlo a la escuela para que su vida tuviera un propósito más allá de lo que estaba predestinado viviendo en un gueto de Tokio. Sí, podría decirse que su vida era una mierda, pero al menos no estaba tan jodida como la de Bokuto, el niño rechoncho y dulce que vivía en la acera contraria.
Bokuto era un chico en problemas. Hijo menor de un matrimonio divorciado, su madre se llevó consigo a sus hermanas mayores, mientras que su padre decidió quedarse con él para hacerle la vida imposible. Quizá porque era el más parecido a la madre, quizá porque era el único varón que habían procreado, quizá solo por infortunio. ¿Quién sabe? A lo mejor sólo quería a alguien con quien desquitarse de la vida que le tocó vivir después de que su mujer lo dejara.
Las golpizas, las malas palabras y los castigos severos no hicieron que aquel dulce niño cambiara en absoluto.
Siempre se mostraba con una sonrisa grande y resplandeciente, aun cuando hacía nada lo hubiesen golpeado salvajemente hasta hacerlo sangrar. Era un alma noble, y Kuroo quería salvar aquellas trazas de alma que parecían desperdigarse después de una sesión de castigos violentos.
Si nos ponemos a pensar, Kuroo siempre había sido del tipo que tiene el complejo de salvador, creía poder hacer todo por las personas aun si eso le exigía demasiado, aun por encima de su propio bienestar. Desde niño tenía eso bien marcado y fuera por las carencias o por ese amor tan grande que su madre le mostró, no quería que Bokuto sufriera. A los siete años de edad se prometió una cosa: Rescataría a ese chico.
Ambos tenían la misma edad y asistían a la misma primaria precaria, donde todos los pequeños futuros delincuentes del gueto iban, ordenados por sus padres. Rei, la madre de Kuroo estaba claramente molesta porque aunque quisiera lo mejor para su niño que demostraba un montón de inteligencia, ella no se podía permitir más. Simplemente era pagar una matrícula o comer, y no estaba para ponerse a decidir cuando la barriga e su hijo siempre quedaba a la espera de las sobras.
Bien, para Kuroo no había mucha diferencia de ir a una escuela de gobierno o a una de élite. Le daba igual y aunque a veces la tenía difícil por los bullies de la primaria, aprendió a defenderse rápidamente y a ganarse el respeto. Bokuto se había convertido en su seguidor, ya que cuando lo molestaban por ser rollizo, Kuroo un par de veces les acomodó a los agresores las ideas de golpes magistrales que no lucían para nada como los de un niño de siete años.
A primeras de cambio, Bokuto había quedado prendado de Kuroo y ya no lo soltaba para absolutamente nada. Todos los días Kuroo cruzaba la acera para esperar que el siempre ebrio y descuidado padre de Bokuto no le diera problemas para asistir a la escuela, en el camino platicaban de lo que fuera que aconteciera en sus pequeñas vidas.
Tomaban clases juntos, comían juntos y Bokuto en agradecimiento siempre llevaba algunos aperitivos de más para su entrañable amigo, cuya madre siempre enviaba lo mismo. Arroz y si tenía suerte, un poco de verduras, rollitos de huevo o en días muy especiales, un fantástico y resplandeciente trozo de carne. Aquellas acciones nobles de Bokuto hicieron que lentamente los huesos de las costillas dejaran de marcarse en el demacrado cuerpo de Kuroo.
Era como un gran acuerdo. El pelinegro lo defendería de todo, mientras que el chico regordeto le llevaría algunas cosas adicionales para comer. Su rutina de buenos amigos era entrañable, pero así como era especial, había cosas que la empañaban.
La escuela primaria era su paraíso, porque ahí dentro Bokuto no tenía un padre que lo moliera a golpes, y Kuroo no tenía que lidiar con la tristeza a la que su madre estaba sujeta por no ser capaz de darle a su hijo lo que merecía. Sin embargo, una vez de vuelta a sus hogares las cosas eran terribles.
Kuroo perdió la cuenta de las veces que podía escuchar los sollozos y alaridos de su mejor amigo, le dolía de solo pensar en que al día siguiente lo vería con nuevos moretones o cicatrices. Su corazón de niño inocente estaba al punto de quiebre cada que escuchaba los ruegos de Bokuto, diciendo que se comportaría mejor y que ya no haría travesuras.
Rei también vivía estresada. Le dolía el solo pensar que el niño de enfrente sufriera todos los días, pero ¿Qué podía hacer ella? Literalmente había llamado en más de una ocasión a la policía para denunciar el maltrato infantil al cual el pequeño estaba sujeto, pero nada podían hacer si su padre, el verdugo, era un policía. Además ella tenía problemas con la justicia y por eso tenía que vivir como una rata en una departamento abandonado, sin servicios y con filtraciones.
Un día especialmente terrible, un día de tormenta feroz y eléctrica, ocurrió la peor de las palizas. El policía se las había apañado para beber de más a tal punto de que apenas vio a su hijo llegar de la escuela lo golpeó en la cara. Empezó a decirle que era toda su culpa, que por él su madre lo había abandonado, que las cosas estarían mejor si jamás hubiera nacido.
El pequeño Kuroo ni siquiera se había despedido de su amigo cuando su padre empezó a atizarlo en plena calle. Kotaro solo atinaba a chillar con horror y pedirle que parara, que lo sentía mucho y que él tenía toda la culpa del mundo porque su mamá los hubiese abandonado.
La sangre empezó a fluir, y aunque había vecinos a los que les había atraído el ruido, nadie hacía nada para intervenir o ayudar y ante el estruendo de los truenos, los quejidos de su adorable amigo comenzaron a callar.
Su cuerpo había perdido la capacidad de luchar, y parecía solo un muñeco de trapo sometido a la peor de las violencias. Cuando el padre estuvo satisfecho, lo tomó de la mano y trató de arrastrarlo dentro de la casa, pero Kuroo en un impulso se movió.
Con el paraguas remachado que su madre le había dado para que no se mojara de vuelta a casa, golpeó al ebrio hombre directamente en la cara y de inmediato se puso entre el cuerpo de su amigo y los feroces movimientos de aquella bestia que despedía antojo de coma etílico.
¿De dónde había sacado la fortaleza para confrontar a un adulto? Todo su cuerpo temblaba, pero aún así no se movería ni un ápice. Estaba comprometido a defenderlo hasta el final de las consecuencias porque ya estaba harto de todo. Harto de sentirse inútil, harto de sólo lamerse las heridas mutuamente.
Harto de la vida que le tocó y harto de ser un pequeño niño cuya fuerza no valía nada.
Kuroo no recordaría jamás las palabras que le dijeron en ese momento porque de hecho no las entendió. Entre el miedo y la pérdida de la razón, solo escuchaba gritos que se degradaban en ladridos de una bestia enojada. Recibió un fuerte manotazo en el rostro, pero no se apartó. Recibió un segundo golpe más fuerte, pero su cuerpo ya todo mojado por la lluvia se negó a hacerse a un lado.
Con todas sus fuerzas y aunque una lágrima se le escurriera del escozor del segundo golpe, se aclaró la garganta -¡No lo tocarás!
Recibió un segundo, un tercero. Kuroo de rodillas en el asfalto ni así se quitó de en medio, y antes de que el padre de Bokuto estallara en verdad, la madre de Kuroo se metió. Ante la mirada atónita de toda la gente que presenciaba el hecho, sacó una navaja de su pantalón y confrontó a la persona que ahora también agredía a su hijo -¡Deja a mi hijo! –gritó tan fuerte que los tímpanos de Kuroo resonaron por un largo tiempo, mientras él se ocupaba de tratar de levantar a su amigo del suelo, el cual tenía los ojos entreabiertos pero aún en shock.
La bola de vecinos insensibles se separó apenas vieron a la mujer con la navaja. Si ocurría algo más allí, entonces ellos ya no lo querrían presenciar y por el carácter fuerte de la mujer que amenazaba al hombre, sabían que sería cuestión de tiempo para que la sangre corriera allí.
Tras unos intentos fallidos de apuñalamiento, el hombre finalmente desistió, no sin antes escupirles a la cara y señalar con su dedo acusatorio a Bokuto-en tu vida vuelves a entrar en mi casa. Suerte, porque tu mamá tampoco te quiere. Por eso te abandonó, porque te lo mereces. Semejante hijo de puta.
Entró a su casa azotando la puerta, mientras Rei se dejó ir de rodillas al asfalto aun temblando por confrontar a ese hombre violento, que bien sabía tenía las conexiones necesarias para encerrarla por amenazarlo así. Ahora eran tres personas llorando. Uno de dolor, otro de miedo y una más de desesperación.
Rei abrazó a ambos niños y les dio un dulce beso en la frente a cada uno –mis niños- les habló con toda dulzura que representa a una madre que realmente siente el dolor agudo en su corazón –ya estamos bien. Todos estamos bien. No dejaré que nada les pase.
Sorprendentemente, Bokuto fue el primero en abrazarla con tanto terror y desespero que Rei, aunque fuera una mujer desnutrida y pequeña de estatura, lo cargó con cuidado, mientras Kuroo llevó con sus pequeños brazos su mochila, la de su amigo y el paraguas parchado, que ahora resultaba estar roto.
Rei los llevó hacia el departamento, pero estaba claro que ya no se podían quedar ahí más tiempo. ¿Qué pasaría cuando al padre de Bokuto se le bajara lo ebrio? Estaba segura de que no se le olvidaría que lo amenazó con una navaja.
Estaba muy preocupada, se había prometido muchas veces ya no volver a caer en problemas con la justicia pero eso era exactamente lo que acababa de hacer. ¿Qué sería de su preciado hijo si le fincaban responsabilidad por defenderlo? La cabeza le empezó a dar vueltas, y mientras revisaba la salvaje golpiza que les habían dado a los menores, ella se quebró.
Ahora entendían que los tres dependían de ellos para mantenerse y que, aunque esa era una nueva familia algo extraña, quizá podría funcionar bastante bien si se lo proponían.
En días posteriores, ocurrió algo que jamás se habrían esperado. El padre de Kotaro se fue de su casa y de sobra está decir que ya no regresó. Algunas personas dicen que temía por lo que fuera a sucederle después de que hubo tantos testigos de la violencia que ejerció en contra de su hijo, otros dicen que fue porque habrá ido a algún lugar a suicidarse, unos más, que solo huía de sus responsabilidades.
La casa de las pesadillas de Bokuto, se convirtió en la nueva casa que ahora en adelante compartiría con Tetsu y a quien llamaba “su mamá”. Rei.
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Los tragos amargos empezaron a reemplazarse con dulces licores mientras la madurez alcanzaba a los jóvenes. Parecía casi irónico que las cosas se hubieran acomodado mágicamente desde que el padre abusivo de Bokuto salió de manera abrupta de su vida. Los Kuroo tenían un lugar donde no entraban gotas de lluvia ni corrientes de aire que helaran los huesos, y Bokuto a cambio tenía una familia que lo adoraba.
Que, aunque los primeros dos años se las vieron grises porque el dinero no alcanzaba para más, poco a poco y quitándose deudas de encima, Rei logró sacarlos adelante. Ella se había hecho de un nombre en el mundo del tatuaje, y con sus primeros pagos grandes se encargó de consentir a los dos muchachos que ella tomaba como hijos. Tontos y conflictivos, pero ella los adoraba así.
Tanto esfuerzo, tantas lágrimas y tanto dolor comenzaban a tomar forma como el sueño de esas tres personas. El licor dulce de la felicidad y la esperanza de hacer las cosas mejor cada día por una convicción estaba latente en esa pequeña familia y, después de que los jóvenes Bokuto y Kuroo conocieran a uno de los novios de Rei que era bartender, empezaron a tener un sueño que les carcomía el cerebro día y noche.
La primera vez que vieron los vasos y las copas volar, la primera vez que vieron los colores mezclarse y la primera vez que suspiraron al ver un coctel deslumbrante dirigirse a los complacidos labios de una Rei que demostraba su felicidad auténtica, ambos decidieron que también querrían el mismo oficio.
En sus sueños de preadolescencia, ambos se prometieron que serían bartenders para divertirse, para lucir geniales… y para volver a ver la felicidad de la gata negra de Shinjuku, que solo lucía así cuando el alcohol que por tantos años no se había permitido por su condición de extrema pobreza, le daba gusto a sus papilas.
Los dos jóvenes de ahora doce años esperaban impacientes cada vez que Rei se ponía preciosa para salir con su novio, siempre aprovecharían ese pequeño momento en el que él llegaba antes de lo pactado y mientras ella aún no se terminaba de vestir para preguntarle un montón de cosas del oficio, y, entre alcoholes y cristalería se vean, aquel hombre significó muchísimo para ellos.
A veces les llevaba botellas vacías para que practicaran, les enseñó algunos movimientos, incluso les mostró sus libros con las especificaciones a modo de receta, porque pensó que sólo era un hobby pasajero para esos inquietos sujetos que le seguían pareciendo niños inmaduros. Jamás pensó que él sería el culpable de crear a dos de los más grandes monstruos de la coctelería mundial.
Incluso cuando Rei y ese muchacho cortaron su relación, él se las apañaba para ir a pedir por una segunda oportunidad con la gata de Shinjuku bajo la excusa de “supervisar “ a sus pequeños aprendices que, en poco tiempo le superaron al practicar todos los días, a toda hora, ignorando claro las horas de escuela porque si Rei los estaba apoyando y consintiendo para conseguir su sueño, al menos ellos tenían que asegurarle que iban a estudiar duro, para que en sus palabras amargas “tuvieran un futuro para ellos y para su familia”.
Aunque menores de edad, muchas veces entraron a bares acompañados de Rei, preguntando a los responsables por bebidas para complacer a su amada mamá, Rei simplemente no se negaba por las ganas de saborear un buen alcohol, y para asegurarse de que sus monstruos no hicieran nada a escondidas. Prefería mil veces acompañarlos a dejar que se metieran quien sabe a qué lugar y que consumieran quien sabe que cosas, aun cuando sus neuronas no se desarrollaban completamente. ¡No quería que quedaran más tontos a corta edad por andar bebiendo por allí! Porque ella más que nadie, sabía que las adicciones eran peligrosas, y no quería que el ciclo continuara.
Por más sorprendente que parezca para dos promesas precoces del arte de los alcoholes, ninguno de los dos probó una gota de líquido amargo hasta después de los quince, y bajo la supervisión de Rei, quien pensó que una gran forma de controlar sus ganas de probar, sería dándoles una cerveza a cada uno de ellos, mientras festejaban en casa su ansiada salida de la educación secundaria. Era algo así como su graduación de “niños tontos” para convertirse en futuros adultos.
Ambos habían logrado entrar a la preparatoria y, aunque no era la mejor de la zona porque Bokuto no era muy inteligente que digamos, Kuroo sí que logró equivocarse intencionalmente en varias preguntas para que su coeficiente fuera equiparable al de Bokuto y ambos terminaran en el mismo lugar.
El verano de sus vidas ocurrió justamente en esa transición de tiempo, de sus sueños de adolescencia a las realidades, pues sorprendentemente ambos lograron empezar a hacerse un nombre en demostraciones de flair.
Incluso se habían metido en un concurso prefectural y obtuvieron unos envidiables cuarto y séptimo lugar, siendo Kuroo el más apto a ojos de los jueces. Y, si ese era el primer reconocimiento de lo que su larga trayectoria les tenía preparado, estaba claro que más rápido que lento mejorarían, pero ni en los más salvajes sueños de Rei, madre que deseaba todo lo bueno para sus hijos, se habría imaginado hasta donde los llevarían sus sueños.
El primer y segundo año de educación preparatoria se fue entre sus dedos con una rapidez agobiante. Tener más de dieciséis años significaba algo muy importante para ambos, ya que teniendo el permiso de un tutor ambos podían empezar a trabajar, aunque bajo la vigilancia de Rei, siempre era algo adicional a su escuela. Ya sea los fines de semana en pequeñas fiestas sirviendo tragos, sea en eventos ocasionales de salón e incluso por temporada de vacaciones, les concedió el trabajar a medio tiempo en restaurantes, hoteles y demás. Sus habilidades en pareja iban más allá de lo que se podría esperar de dos chicos con amor por un hobby.
Incluso algunos artículos periodísticos se habían fijado en ellos y una que otra entrevista en TV en canales menores y locales, donde los dos hablaban de lo especial que les parecía el tener habilidades para desempeñar el oficio a futuro.
Las competencias, torneos y demostraciones eran lo mismo de siempre. Las mismas caras conocidas, los mismos cocteles aburridos que pedía el jurado. A veces variaban los premios, pero algo estaba claro. Desde hacía ya un tiempo, la dupla no bajaba del podio. Sea primero y segundo, segundo y tercero, primero y tercero, pero siempre les daban un reconocimiento y un premio efectivo que, aunque ellos se lo daban de todo corazón a Rei para contribuir a los gastos, ella lo guardaba celosamente para cualquier eventualidad que sus amados muchachos tuvieran, por si alguna vez la fortuna dejaba de sonreírles, esta vez no lo vieran tan precario, pero después de vivir tantos años el castigo de la mala vida, la Diosa de la fortuna parecía enamorada de ellos. Rei se hizo de un estudio de tatuaje propio y de una popularidad arrasadora, lo cual le daba suficiente para mantener a la familia mucho más que decentemente.
Para ella, la formación de sus muchachos siempre fue lo primero, lo segundo y lo último. Siempre hablaba con sus clientes sobre lo increíbles que eran sus chicos, y más de una vez les consiguió presentaciones para que cautivaran con sus habilidades a las personas.
Ella tiraba de los hilos del futuro de sus chicos, esforzándose al máximo para dejarles un legado, mucho más que aquel regusto amargo de las primaveras de sus siete años. Ella los amaba.
Rei, sola. Rei, quien en su tiempo fue madre adolescente hundida en las adicciones, Rei, quien arriesgó todo cuanto era por rescatar a un pequeño de las garras de su padre, Rei, la amada madre de un hijo biológico y autoimpuesta de uno adoptado. Ella estaba hecha del amor que hace crecer a las personas, del amor que desea ver un nuevo día y vivirlo al máximo. Esa clase de amor que sienta bien, que protege y provee, que cuida y preserva. Esa clase de amor que se sacrifica siempre por ver a quien ama ser feliz.Hecha del amor que heredó a Tetsuro.
Y eso, nos trae a nuestros días.
Si Tetsuro tuviera que culpar de algo a su madre, sería de heredarle las cualidades que lo debilitaban todo el tiempo. Ella tenía corazón para dar y regalar, pero esos fragmentos jamás solían volver. Cuando ella amaba, amaba con todo, sin importar si terminara hecha trizas o llorando amargamente en licor de regaliz negro y vodka cristalino.
Él sabía que su corazón era sensible, que era débil y no precisamente porque fuera un enamoradizo empedernido que disfrutaba de los máximos placeres de la vida muriendo por los abrazos de alguien, o desesperado por las palabras que pudieran jurarle amor eterno.
A sus diecisiete años, estaba muy jodido según su forma de ver las cosas, porque en diez años, no se había podido sacar de la cabeza al niño que solo en su mente, seguía siendo aquel chico de sonrisa rota, de peso por encima de la media y ojos decaídos que buscaban atención y cobijo que se le había negado.
Diez años era tiempo suficiente para solo confirmar que estaba enamorado de Bokuto Koutaro y que no podía hacer nada para remediarlo, porque en primera se le antojaba como un crimen, ya que se habían criado como hermanos y, en segunda, se le antojaba difícil por el miedo de ser rechazado, odiado y repudiado.
No tenía miedo de Rei, vamos, que las madres son las primeras en ver a sus propios hijos con esa melancolía en los ojos reservado al primer amor, y ese brillo característico en los ojos café profundo estaba ahí, renuente a irse desde los escasos siete años.
A voces calladas, a veces hablaban aprovechando que Bokuto no estaba, o que dormía. Ella siempre le aconsejó decirlo, es decir, ambos sabían lo que sucedería, ¿No? Ambos sentían el rechazo en el aire, y que esa era una relación utópica dispuesta a no ser jamás. Pero el pecho y el corazón de Kuroo empezaban a hacerse pesados conforme maduraba.
Quería quitarse esos sentimientos que empañaban sus más puro pensar, mandarlo todo a la mierda y llorar en los brazos de su madre por una noche, para después tragarse las lágrimas y seguir como si nada.
Pensaba que se pudría en la hipocresía cada vez que Bokuto le presentaba compañeras que se le hacían lindas, que le enseñaba a escondidas fotografías de modelos o, ¿Por qué no? Cundo le pasaba videos subidos de tono que, si Rei se enterase, seguramente con toda la autoridad les dejaría las nalgas rojas a juego.
El pelinegro estaba harto de fingir que se sentía atraído a las chicas, pero tampoco sabía cómo explicarse porque no todos los hombres le parecían algo especial. Simplemente estaba ahí Bokuto, en su cabeza. A veces lanzando copas, a veces con esa tonta sonrisa del niño de siete años adolorido y apaleado, pero no había más.
Su corazón, su pensamiento, sus logros, emociones y todo cuanto era y pertenecía, tenían un dueño que cada vez le parecía lejano. Estaba llegando a su límite para soportar, pero el miedo y el temor eran la cosa más horrible de todas.
Kuroo se levantaba por las madrugadas con la pesadilla de que Bokuto se sintiera asqueado y decidiera echarlos de la casa que por ley le pertenecía desde que su padre se marchó. En sus más trágicos días, pensó que después de ser rechazado podría irse de la casa y perderse, tal como aquella figura paterna que jamás tuvo.
Pero Rei, maldita sea, Rei. Sus palabras, su mera existencia le hacía recapacitar como si realmente un abrazo pudiera acabar con todos los males que agobian el mundo. Ella estaba ahí, remarcándole que incluso aunque fuera rechazado, nada cambiaría entre ellos. Que lo que necesitaba era esas palabras para poder romper con la cadena de anhelo y poder moverse hacia adelante o hacia atrás, pero con el fin de no estar en el mismo sitio, parado como un idiota.
Tetsuro, después de una larga plática con la gata negra, acordó que tendría que decirle tarde o temprano, pero que lo haría durante su último año de preparatoria. Si las cosas se ponían feas o tensas, podría irse de casa con la excusa de estudiar la universidad y no volver a ver a Bokuto jamás, porque estaba seguro de que no lo seguiría, sea por promedio o por aborrecer las clases.
Rei estuvo de acuerdo con su hijo, no sin antes decirle que tenía el apoyo incondicional.
Sin embargo, su último año no sería miel sobre hojuelas, y específicamente por la culpa de una sola persona, un factor externo que muy pronto rompería con su rutina, removería en sus más oscuros pensamientos y lo condenaría a un odio intangible que prevalecería por sobre todas las cosas.
Akaashi Keiji.