En la sala de hospital, el joven miraba sin comprender del todo mientras el médico le mostraba unas radiografías, explicándole con una calma calculada, como si temiera que una palabra de más pudiera romperlo por completo. Todo se había vuelto confuso de la noche a la mañana, como si una nube negra estuviese siguiéndolo todo el tiempo. Su brazo derecho, envuelto en vendas, estaba completamente insensible.
Después de aquella larga explicación, solo una pregunta se abrió paso en su mente, la única que de verdad importaba— ¿Cuándo podré volver a jugar? —murmuró, mirando hacia la ventana, tratando de escapar del blanco asfixiante de la habitación.
Entonces, escuchó el llanto de su madre. Ah. Sus sollozos le decían todo, eso solo lo confirmaba sin necesidad de palabras. Su vida estaba destrozada, y no había forma de ignorarlo. ¿Qué se supone que hace alguien que no tiene nada más en lo que apoyarse?
El médico volvió a hablar, mas no prestó atención.
Poco después, su entrenador apareció en la sala. Apenas logró hablar; su voz se quebró bajo el peso de la frustración, y, para sorpresa de Kageyama, hasta rompió a llorar. El joven esperaba que después de él vinieran algunos de sus compañeros de equipo, tal vez incluso los de su clase, al menos por simple curiosidad o formalidad. Pero no. Nadie más llegó.
Kageyama era muy odiado. Debido a su superioridad, su orgullo, esa actitud fría y distante... por una razón u otra, nunca encajaba. No podía evitar preguntarse: ¿cómo se supone que debería volver a la escuela, ahora que había perdido lo único que lo hacía destacar? Más que triste, se sentía profundamente humillado.
Dejaría las lágrimas para su madre. Esa mujer que siempre había sido increíblemente fuerte parecía, por primera vez, derrotada, sin saber cómo proceder. Sabía que el deporte era la vida de su hijo, que cada esfuerzo, cada sueño, giraba en torno a él. Y ahora, después de haberle sido arrebatado de la forma más cruel y repentina, ella también se encontraba en un vacío, sin respuestas, sin un camino claro para ambos.
A pesar de que el muchacho comprendía perfectamente la condición de su brazo, su madre se empeñaba en repetir que los médicos no siempre tenían la última palabra. Aseguraba que lo llevaría a tantos hospitales como fuera necesario para devolverlo a su carrera brillante, para que su hijo volviera a ser el de antes.
El dolor de una madre al ver los ojos de su hijo apagados, sin esperanzas ni sueños, era desgarrador. Ella solo lo soportaba porque alguien tenía que hacerlo, porque alguien debía ser el pilar que no se quebraría. Y había asumido esa tarea con cada fibra de su ser, aunque el peso de su promesa se le hiciera insoportable.
Los médicos fueron claros: el brazo tendría secuelas permanentes. No es que fuera incapaz de moverlo, ni que fuera inútil, pero su precisión y su fuerza jamás volverían a ser las de antes, las de un verdadero armador. Intentar jugar sería casi una insensatez, una apuesta peligrosa que podría devolverlo a urgencias y arrancarle lo poco que le quedaba. Sin embargo, en su interior, ella no podía aceptar un final tan amargo para su hijo.
Consultó a un sinfín de doctores, buscando un diagnóstico diferente, una posibilidad, por pequeña que fuera, de un futuro en las canchas. Pero todos, después de observar las radiografías con horror y sorpresa, coincidían en lo mismo: "Es un milagro que hayan logrado unirlo todo", "Increíble lo que la tecnología puede hacer hoy en día; hace unos años habría sido caso de amputación", "Si hubieran llegado al hospital un poco más tarde, las secuelas habrían sido devastadoras." Y, con la misma certeza, todos le advertían que su carrera como jugador debía terminar.
Aun así, ella se prometió que, aunque le costara todo, haría lo que fuera para que su adorado hijo volviera a encontrar un destello de felicidad en su vida. Incluso si significaba ayudarlo a construir un nuevo camino, una nueva pasión. Porque, si no podía devolverle su sueño, al menos le ofrecería la fuerza para seguir adelante.
Para muchas madres, sus hijos son perfectos, pero la señora Karako, con su mirada crítica y realista, sabía bien que su adorado niño tenía más deficiencias que virtudes. No podía animarlo a seguir un camino académico; sinceramente, era un cabeza hueca. Tampoco podría sugerirle una carrera artística, porque, para ser franca, carecía del más mínimo carisma o sensibilidad creativa. Durante días, mientras los dos soportaban la monotonía del cuarto blanco y asfixiante, pensó y pensó, tratando de encontrar algo que pudiera devolverle un propósito. Y entonces, cuando la respuesta le golpeó con fuerza, se sorprendió de no haberlo visto antes.
Al cuarto día de su recuperación, Karako llegó al hospital después de horas de ausencia, cargando una bolsa grande y pesada. Al ver a su hijo con la mirada perdida en la ventana, se acercó y dejó la bolsa sobre su cama.
—Hijo —dijo con voz firme, dispuesta a abrirle una puerta que ni él ni ella habían considerado.
—No, mamá —susurró, sin apartar la vista de la ventana—. Los dos sabemos que no podré volver a jugar. Es inútil que sigas buscando otro médico. Ya... ya es suficiente. Solo deberías regresar a casa y...
—Lo sé —interrumpió ella, acercándose y sentándose a su lado. Observó su expresión vacía y quebrada— Sé que no podrás volver a jugar, pero eso no significa que tu vida haya perdido valor. ¿Me escuchas? Sí, claro, fue cruel y tremendamente injusto lo que te pasó, pero no quiero verte consumido por eso. Eres mi hijo, mi orgullo y mi felicidad, y no voy a permitir que una maldita fractura destruya todo tu futuro. Vas a hacer algo increíble en la vida, y yo me encargaré de que sea así.
La sinceridad de sus palabras rompió la coraza del joven de apenas diecisiete años. Las lágrimas comenzaron a brotar de sus ojos mientras buscaba refugio en el abrazo de su madre. Ella lo envolvió con ternura, acariciándole el cabello, brindándole el consuelo que solo una madre puede ofrecer.
—¿Qué se supone que haga ahora, mamá? —susurró entre sollozos—. No soy bueno en nada más. Soy... soy un idiota, no entiendo nada en la escuela, y todos piensan que esto me lo merecía. ¿Cómo voy a recuperar mi vida si todo se ha ido al demonio?
Karako suspiró profundamente, conteniendo el impulso de derrumbarse también. Este era su momento de demostrarle que sus palabras no eran solo consuelo vacío.
—Tobio, esas personas que creen que merecías lastimarte... son crueles, sí, pero ¿sabes qué? Solo demuestran que siempre sintieron celos de tu talento. Critican a tus espaldas porque te temen. —Le sostuvo la mirada con firmeza— Tu vida no se basa en lo que piensen otros de ti, y fracasar en algo no tiene por qué definirte.
Soltó el abrazo y le dio un suave tirón en la mejilla, buscando hacerle sonreír al menos un poco.
—¿Sabes? Me tienes a mí. ¡Deja que yo me encargue de todo por ahora! ¿Sí?
Por primera vez, Kageyama vio una luz en medio de la desolación. Sabía que, aunque ambos estaban destrozados, ella estaba allí, sosteniéndolo, como siempre lo había hecho. Ella era la única que lo había acompañado en cada paso, quien lo alentó a jugar desde niño, quien trabajaba sin descanso para pagarle la matrícula de esa escuela de alto rendimiento donde él podía destacar. La misma madre que nunca dudó en darle dinero para ver partidos o para comprarse camisetas de sus jugadores favoritos.
Tobio recordaba aquella promesa, la que le había hecho cuando apenas era un niño: que un día sería el mejor armador de Japón, y entonces, en cada entrevista, repetiría que todo había sido gracias a ella. Quería devolverle todo su sacrificio y toda su dedicación.
Los sueños de Kageyama no eran los únicos que se estaban desmoronando; la vida que había imaginado para su madre también pendía de un hilo. En ese instante, comprendió que jamás podría perdonarse si no le daba la vida que merecía a esa grandiosa mujer que había hecho tanto por él.
Se sacudió la idea de rendirse de la cabeza.
—Mamá —comenzó con voz temblorosa— sé que no podré volver a jugar. Sé que soy inútil en cualquier otra cosa y que no soy inteligente. No quiero que pienses que he sido un desperdicio, y tampoco quiero entristecerte más —con su mano sana, buscó la de su madre, aferrándose a ella como si fuera un salvavidas—estoy muy molesto, pero te prometo que, de una forma u otra, saldré de esto, ¿bien? Mis objetivos no han cambiado. No importa si el voleibol ya no forma parte de ellos. Sigo queriendo hacerte feliz.
—Hijo —la voz de su madre se quebró, llena de emoción—todos los días me has hecho increíblemente feliz. No hay nada que me debas, así que no hables así. Esto se trata de ti. ¿Bien? Vamos a enfocarnos en que tu vida sea buena y que no tengas arrepentimientos. Siempre te ayudaré, no importa qué.
—Siempre hemos sido dos —respondió rápidamente, con firmeza— Y siempre vamos a ser dos. No necesito a nadie más si te tengo a ti, mamá.
Karako asintió, aprovechando que tenía su mano cautiva para guiarlo hacia la cama y mostrarle la enorme bolsa que había traído—Tobio, hijo, siempre dices que eres un bueno para nada, excepto en el deporte, pero yo sé que me mientes descaradamente.
El pelinegro frunció el ceño, tratando de hacer una conexión entre sus dos únicas neuronas. En realidad, no creía que hubiera algo más en él, así que la curiosidad lo invadió mientras esperaba a ver qué había preparado su madre. Karako comenzó a sacar un montón de revistas de la bolsa.
Tobio arqueó una ceja al ver portadas de platillos que lucían irresistibles, chefs posando con sonrisas orgullosas, y reconoció algunas revistas de bebidas alcohólicas por la cantidad de cristalería que aparecía en las fotos— ¿Qué es esto?
Ella tomó una de las revistas más ligeras, y una sonrisa iluminó su rostro—Recuerdo que cuando eras pequeño, me pediste que te comprara una cocinita para jugar —dijo, riendo suavemente—Querías cocinar como yo lo hacía en el local. ¿Te acuerdas?
El muchacho negó con la cabeza, su expresión confundida y las mejillas levemente rojas—Para nada.
—Recuerdo que hablé de eso con tus abuelos, y se pusieron histéricos. Decían que si te compraba una cocinita, te haría afeminado o gay. Y mírate ahora —susurró con un suspiro melancólico y fingiendo tristeza en sus facciones— Eres gay y nunca tuviste tu cocinita.
Tobio se echó a reír, solo volviendo sus mejillas aún más rojas de lo que ya estaban, pero al ver la expresión de su madre comprendió que no era solo un chiste. Esa memoria, contada con tanta precisión, tenía que ser cierta —Cocinar... bueno, de algo me acuerdo. Era... era antes de que entrara al equipo de voleibol de primaria. Un día, un cliente se volvió histérico porque... —se detuvo, sintiendo que su madre estaba ansiosa por continuar.
— ¡Lo recuerdo, lo recuerdo! —exclamó ella—. Se puso histérico porque tenías como... ¿cuatro años? Y estabas cortando cebollines con un cuchillo pequeño. Lo hacías bastante bien y me ayudabas mucho, aunque ese señor amargado decía que era extremadamente peligroso —Su sonrisa delataba su orgullo— ¿Pero sabes? si el Tobio de cuatro años era bueno cortando vegetales, mi querido Tobio de diecisiete podría aprender a ser todo un experto y convertirse en mi héroe culinario.
Al joven le agradó ver a su mamá tan feliz.
—Supongo que podría intentarlo... si eso es lo que te hace feliz, entonces me gustaría probar. Usualmente no te equivocas con lo que dices, así que... ¿piensas que tendré la mitad de talento que tú para cocinar?
— ¿Bromeas? Tobio, cariño —dijo, levantando un dedo mientras tomaba una revista del montón— ¡Mira, mira!
En la portada había un joven de cabello castaño y ondulado. El título decía: "Oikawa Toru; uno de los mejores chefs de Japón."— ¡Tiene 28 años, un programa de cocina y gana mucho dinero! Es mi chef favorito. Es amable, carismático y muy, muy apuesto. Vamos, Tobio... podrías ser como él. Estoy segura de que toda tu vida me has visto cocinar. Sabes hacer muchas cosas, aunque tú digas que no es así. ¡Además, estoy convencida de que mi ramen es el mejor del mundo! —cruzó los brazos, como si eso reforzara su argumento— Eres mi hijo, así que naturalmente debes haber heredado mi talento. — Ella parecía ilusionada a pesar del deje de desesperación que había en su voz.
Tobio, que aún no pensaba en que esto pudiera hacerlo feliz o llevarlo a la fama, tomó la revista con su mano sana y fingió una sonrisa para tranquilizar a su madre—Tienes razón. Algo debí sacar de ti, mamá. Supongo que puedo intentarlo.
— ¡Así se habla! —exclamó ella, llenándose de alegría mientras empezaba a pasarle sus revistas favoritas y le enseñaba artículos que le parecían emocionantes—Inténtalo y, si no te gusta, entonces probaremos con otra cosa. Una y otra vez, hasta que ambos estemos seguros de que hemos encontrado la mejor opción para que seas feliz y no tengas arrepentimientos en la vida. Cariño, creo en ti. Creo en mi fuerte Tobio.
Para ella, se trataba de darle un sueño a su hijo, una ilusión, algo por lo cual luchar y creer que la vida no era tan mala ni injusta. Para él, era una manera de no darle más preocupaciones a la única persona que realmente lo amaba, de agradecerle y ofrecerle lo que más merecía.
En ese momento, ninguno de los dos podía prever lo que la vida les tenía preparado, pero a partir de entonces, en una sala fría de hospital y rodeados de artículos de revistas de cocina, comenzó a gestarse la historia de quien se convertiría en el mejor chef de Japón.