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Das Haus por Marbius

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A LOS DIECIOCHO, CASI DIECINUEVE

 

Diez años después y Bill todavía se tocaba los labios con la punta de los dedos cada que Tom lo besaba…

Sonriendo como un bobo ante su propia cursilería, Bill casi perdió unamano en el proceso de hacer su mejor intento de comida: sándwiches. De lo que era a los ocho, no había cambiado mucho en lo tocante a la cocina, pero Tom, que se comía todo lo que cocinara, no replicaba.

Tarareando alguna melodía que se acababa de inventar, eliminó las orillas del pan y cortó en diagonal haciendo una preciosa flor de sándwiches de mortadela.

Contemplando el resultado final, no pudo sino enjugarse una imaginaria gota de sudor de la frente al ver que se veían presentables y lo que era mejor: comestibles. Bill no era ajeno a que pesar de que Tom comía todo lo que preparaba en la cocina, a veces simplemente no le caía bien al estómago.

Sacándolo de cavilaciones, Tom hizo acto de aparición en la pequeña cocina cubierto de pies a cabeza en polvo y sudando apenas de manera perceptible. Una mancha negra en la punta de su nariz de donde pendía una gota de sudor que Bill limpió con su delantal apenas lo tuvo cerca.

—Te dije que lo ibas a usar, mi amor –se burló Tom al ver que usaba el delantal que a broma le había regalado el día en que le dijo que se iban a vivir juntos en un departamento en Hamburgo.

Fue una especie de promesa de que ahora realmente dejarían de lado el sólo jugar a la casita, para convertir aquella en la realidad que tanto habían fantaseado de niños.

—Supongo que no me luce como esperabas –eludió el menor al darse vuelta para lavarse las manos en el fregadero—. La próxima vez lo usaré sin nada debajo –susurró con un tono que intentó fuera sexy y dio resultado manifestándose en un par de manos rodeando su cintura estrechamente y un cálido cuerpo presionando contra el suyo.

—Si haces eso, entonces podremos estrenar la mesa de la cocina –murmuró plantando un beso húmedo en la curva de su cuello y succionando con suavidad—, y luego contra la estufa y el fregadero y luego…

—Tom, siento interrumpir tu fantasía, ¿Pero qué estufa, mesa o fregadero? –Bill le plantó cara con una ceja arqueada y Tom tuvo que admitir que tenía razón.

El departamento que rentaban, que nada tenía que envidiar en cuanto a cuestiones básicas de supervivencia como electricidad, agua caliente en las tuberías y una buena calefacción, no estaba amueblado en lo más mínimo. Tampoco era el departamento de solteros que Bill había imaginado cuando Tom apareció con llave en mano anunciando que era momento de empacar. Literalmente, era el nidito de una pareja de casados que se construye a base de tiempo y amor. Con sus paredes pintadas de color horroroso, sus fallas eléctricas y un pedazo de techo que goteaba en las lluvias, aquello no se asemejaba en lo más mínimo a lo que su imaginación proveía como el modelo ideal a la casa que quería compartir con Tom.

Pero con todo, Bill no tenía corazón para negarse a Tom al respecto porque le gustaba la idea de que aquel fuera su primer hogar juntos como pareja, pero ciertamente a la menor oportunidad iba a correr a la mueblería más cercana para dotarse de muebles con los que decorar cada habitación.

—¿Quieres una buena noticia? –Dijo Tom con un suave aliento que mandó suaves cosquillas por la espalda de Bill—. La alcoba principal tiene su mueble central…

—¿El armario? –Preguntó con esperanza el menor de los gemelos. Anhelaba poder desempacar, que tras una semana de usar viejos jeans y playeras de años atrás para pintar las paredes y poner habitable el departamento, lo que más deseaba era desempacar y empezar a disfrutar de aquel lugar como el hogar donde esperaba grandes momentos.

—¿Qué? ¡No, idiota! ¡La cama! –Exclamó el mayor al comprobar que la inocencia de Bill a veces pecaba de molesta—. ¿Por qué el armario?

—¿Y por qué no? –Ironizó Bill—. No es como si mi outfit de la semana se complemente a la perfección poniéndome un delantal, Tom. –Se giró para enfrentarlo y lo que salió de su boca lamentó decirlo—; la cama es lo último que necesitamos en estos momentos.

—Bien. –Resoplando, olvidando la bandeja con sándwiches, Tom salió del cuarto.

 

El resto del día Bill lo pasó acomodando la cocina. No era su territorio por naturaleza, pero más que nada en el mundo, incluso más que su armario en orden, lo que más deseaba era tener el refrigerador funcionando y la estufa conectada para hacer algo que no fueran rebanadas de pan con rellenos que nunca variaban del jamón y el paté.

Georg y Gustav, que por fortuna tenían un corazón enorme como para ayudar sin pedir nada que no fuera un par de cervezas para beber, llegaron de visita justo a tiempo para ayudar a Bill, que agradeció tanto su ayuda como nunca antes.

—¿Y Tom? –Preguntó el bajista, que recargado contra el muro de la sala empinaba la botella que traía en manos.

—Creo que está… Emmm, espera, Gustav necesita servilletas. –Eludiendo su pregunta, enfiló directo a la nueva alacena donde se enfrascó el tiempo necesario como para que cuando regresara el tema fuera olvidado.

Casi al anochecer y despidiéndolos en la puerta, Bill agitó la mano al verlos doblar en la esquina.

De Tom, ni la sombra. Bill suponía que en el segundo piso, pero estaba tan cansado tanto por haber conseguido su primera pelea en su nueva casa como por haber logrado que todas las habitaciones lucieran tal y como había soñado. Bostezando, sin embargo no pudo hacer nada más que arrastrarse al baño por una rápida ducha y rezar porque la reconciliación fuera eso y no una extensión más de la discusión de la tarde.

 

Media hora después y contento de que al fin su cabello dejara de estar duro por las cantidades de polvo que había recibido, se envolvió en una toalla y caminó hasta su habitación no muy seguro de tener que tocar la puerta o sólo pasar. Apretando la perilla con una mano aún húmeda, llegó a la conclusión de que lo más natural sería entrar sin más, pero tardó un par de segundos en llevar la acción a cabo y sólo para encontrar una habitación vacía.

La cama, tal como Tom había dicho, estaba terminada con su edredón nuevo y el mundo de cojines que Bill había arrastrado desde casa alegando que sin ellos no podía dormir. Más que eso, el cuarto estaba en su totalidad terminado sin descuidar ningún aspecto.

Temeroso de romper el encanto y el orden, Bill caminó con timidez por la recamara comprobando que incluso hasta sus maquillajes estaban desempacados y acomodados en su sitio tal y como le gustaba mantenerlos. Para finalizar el toque hogareño, sendos pares de pantuflas a cada lado de la cama esperando por ser usados.

Aquello le hizo comprender que la reconciliación con su gemelo sería más una sesión de disculpas compungidas, pero convencido de que valdría la pena si después estrenaban su nuevo colchón, se vistió lo más rápido posible con un bóxer corto y tras sacudirse el cabello para eliminar el exceso de agua, fue en búsqueda de Tom.

Descontando las habitaciones donde ya había estado, el único lugar posible para que Tom estuviera era el pequeño estudio que habían decidido usar como cuarto de trabajo para mantener todo aquello que a simple vista no tuviera orden.

Su corazonada no falló en lo más mínimo cuando encontró a Tom, aún con sus sucias ropas y sin su sempiterna gorra puesta. Sus rastas cayendo en desorden por sus hombros. Sus manos entrelazadas por encima de su estómago y su cuerpo en una postura incómoda sobre el viejo sofá que en vista de que no coordinaba con el resto de los muebles, iban a mantener ahí hasta encontrar como deshacerse de él.

—Tomi –habló Bill en voz baja, no queriendo despertarlo, pero decidido a hacerlo porque no quería irse a dormir sólo y en la mañana estar aún en una pelea. Quería dormir con Tom esa noche—. Hey, despierta… —Murmuró contra su oreja al arrodillarse a su lado y plantar un beso en su mejilla.

Ante la escasa iluminación que una ventana sin cortinas y una farola en la calle proyectaban, fue toda una delicia ver a su gemelo abrir los ojos con modorra y bostezar sin saber si aquello era la realidad o parte de un sueño.

—Buenas noches –dijo como respuesta al ver que sus pestañas se tornaban pesadas—, vamos a la cama.

—Estoy muy cansado –recibió como respuesta—. Durmamos aquí. Apenas si me puedo mover. –Su brazo serpenteó pesado hasta rodearlo por la cintura y abrazarlo lo mejor posible sin caer del sofá. Bill se encontró apoyado en el pecho de su gemelo y aspirando la extraña mezcla de sudor con suciedad, pero maravillado de no encontrar nada repulsivo en ello. Era tan parecido a Tom, tan parte de él, que un remolino de calor se arremolinó en su estómago.

—¿No quieres tener nuestra primer noche de casados? A solas –remarcó al ver que el agarre con el que se gemelo lo mantenía perdía fuerza conforme el sueño se iba apoderando nuevamente de él—. Dejaremos la puerta abierta y la luz encendida. Nadie vendrá a interrumpirnos jamás. Podremos…

—… Hacer todo el ruido que queramos –gimió Tom ante la idea. Su mano bajó de la cintura de Bill hasta su cadera y posesivo apretó la carne que encontró hasta hacerle soltar un grito de excitación—. Pero estoy tan cansado… No sé si me pueda mover de aquí.

—Espera.

Poniéndose de pie, Bill encontró la manera de acomodarse de espaldas a Tom dejándole así la oportunidad de llevarlo a cuestas. Tom, que al principio pareció incrédulo de lo que consideraba una mala idea siendo su gemelo tan delicado, tuvo que admitir que su femenina figura nada tenía qué ver con el hecho de que era un varón y con la fuerza de tal, lo llevó hasta su recamara.

Cayendo juntos, un largo suspiro se dejó oír por la habitación sin que ninguno de los dos se tomara la molestia de ser lo más silenciosos posibles.

—Todo me duele –se quejó el mayor—. No me movería ni aunque me pagaran un millón de euros por ponerme de pie. No lo valen.

—Perfecto –comentó Bill, pero por el tono que confirió en su voz, Tom temió.

—Bill… —Habló tratando de sonar serio—, niño malo, ¿Qué tienes en mente?

—Ya te dije –susurró gateando sobre sus cuatro extremidades por el cuerpo laxo de su gemelo y besándolo en los labios con suavidad—. Hoy es nuestra primer noche a solas, Tomi. Tú sólo tienes que permanecer así, quieto en nuestra cama, nuestra primera cama y dejarme hacer todo el trabajo.

Tom estaba dispuesto a protestar, pero la lujuria que vio en los ojos de su gemelo lo disuadió de siquiera abrir la boca. Asintió sintiendo la boca seca y una tirantez en la zona de su entrepierna que presagiaba el rumbo que tomaría todo aquello.

—Eso me gusta –dijo con voz ronca por la excitación. Sus dedos fríos haciendo cosquillas en la cintura de su gemelo hasta dar con el borde de su camiseta y de un tirón sacársela por encima de la cabeza sin obtener objeciones de ningún tipo.

Cansado de muerte, Tom experimentó un escalofrío de desde la punta de los dedos de los pies hasta su última rasta cuando su mirada coincidió con la de Bill una fracción de segundo y adivinó sus pensamientos.

Inclinado en su regazo, el menor de los gemelos desabotonaba el pantalón que Tom usaba y con manos seguras de lo que hacían, tiraba de él junto con la ropa interior hasta pasar las caderas, las rodillas y luego los pies.

—Estás duro –murmuró con un deje de burla—. No tan cansado según veo.

—No lo puedo evitar –musitó Tom con un toque de vergüenza en el timbre de su voz—. Tócame, Bill.

Sin mediar palabra alguna, el aludido extendió su mano hasta encontrar el miembro entre sus dedos y recorrerlo con tan cuidado y suavidad que Tom siseó ante la sensación. Animado por el ruido que hacía y los gemidos largos que su gemelo soltaba, Bill uso una de sus manos para mantener un ritmo placentero para ambos y con la otra acunar sus testículos, los cuales masajeó y recorrió con sus afiladas uñas apenas con la rudeza necesaria para ocasionar ramalazos eléctricos pero sin herir.

—Bill… —Gimió Tom al encontrarse a merced de su gemelo—. Si no paras, me voy a venir –barbotó con labios temblorosos ante las sensaciones dobles que recibía. Extasiado, se preguntó por un instante si algo de su sangre estaba aún en su cabeza porque lo que era pensar cuerdamente, estaba nulo en su ser.

—Olvídalo –se detuvo Bill ante la advertencia—. Ni siquiera te atrevas.

Tom replicó, pero ni así obtuvo de regreso las manos de Bill, que apartándose de su gemelo, se inclinó directamente a la mesa de noche que tenía más cerca para abrirla y encontrar un conocido tubo de lubricante. Podía ser su nueva casa, pero ni de broma no iba a conocer las viejas costumbres de mantener el lubricante siempre a la mano.

Regresando a la cama, descubrió que Tom, incapaz de esperar, se acariciaba en un ritmo acelerado que denotaba cuánto necesitaba de ello.

—Tomi, quieto… —Jadeó al inclinarse en su regazo y besar la mano con la que Tom se sujetaba. Su lengua salió a probar la suave piel del frenillo y las yemas de los dedos de Tom, que aceleró su ritmo al sentir el aliento cálido de Bill justo ahí—. Detente, cariño –repitió su petición repartiendo besos a lo largo de su dedo índice y deteniéndose justo en la inflamada cabeza de su pene. Húmeda y tensa como a punto explotar, le dedicó una lamida larga y exquisita en la que Tom agradeció el piercing que Bill usaba una vez más como en los últimos años.

—Me vas a matar –gruñó con la poca voz que le quedaba al intentar incorporarse en sus codos y mirarlo con los ojos entrecerrados de placer—. ¿Me vas a chupar?

—No –negó Bill con una sonrisa de oreja a oreja. Tom hizo un ruidito de descontento que hizo eco por la habitación en forma de quejido infantil—. Me voy a sentir –finalizó el menor de los gemelos bajando su bóxer corto y pasándolo por fuera de sus piernas hasta permanecer desnudo del todo ante Tom.

—¿Quieres que…? –Tom intentó alcanzar el lubricante, pero Bill fue más rápido y tras abrirlo y untarse un poco en sus dedos, le dedicó una mirada que lo dijo todo—. Oh Dios, ¿Vas a…? –Su estómago se tornó pesado con una nueva oleada de excitación al darse cuenta de que Bill le dedicaba una de aquellas miradas perversas mientras llevaba su mano hasta atrás y tras unos segundos de espera, siseaba ante la intrusión de sus propios dedos en su trasero.

—Se siente tan bien, Tomi… —Gimió con las pupilas dilatadas y las piernas temblando.

Su mano se movió un poco más detrás y Tom no pudo evitar querer alcanzarlo.

—No, no… —Chilló al ver que la impaciencia no era la virtud de su gemelo—. Usa tú un poco y está listo para mí.

Sin una palabra en contra, Tom tomó una generosa porción del lubricante que al instante invadió la habitación con su aroma suave y lo untó de arriba abajo en su pene con tres largos movimientos que coronó pasando el pulgar por su inflamada cabeza.

—Contra la cabecera –ordenó Bill sacando los dedos de su interior con un gracioso sonido y gateando hasta posicionarse en el regazo de Tom—. ¿Listo?

El mayor tomó su rostro entre sus manos para besarlo durante un par de segundos que dio pausa al acelerado latir de sus corazones. Susurró un ‘sí’ que Bill tomó como punto de partida para posicionar la punta del miembro en su abertura y deslizarse hacía abajo siseando ante el dolor de la intrusión.

Años de práctica daban por fortuna una resistencia cada vez mayor a la inicial incomodidad y un conocimiento al compañero, que no fue tan angustioso mientras entrelazaban sus manos por entre sus estómagos y compartían un nuevo beso esta vez un poco más profundo para darle a Bill la oportunidad de sentirse listo.

—La puerta está abierta –rió Bill al separarse y mirar por encima de su hombro—. Nadie jamás va a venir a interrumpirnos. Me siento como un pervertido sabiendo eso.

—Nunca te importó eso antes –molestó Tom alzando su cadera un poco y haciendo que Bill gimiera ante aquel movimiento que presionó contra su próstata de un modo delicioso. Las ventajas de estar arriba siempre eran una penetración tan profunda que abrumaba.

—No, pero ahora al fin puedo gritar sin problemas.

—Nunca antes de importó –replicó Tom dándole un nuevo beso en espera de una indicación para que ambos empezaran aquel ritmo que desde que armaba la base de la cama, anhelaba—. No quiero que los vecinos vengan a decirnos algo al respecto.

—Nah. –Clavó sus ojos con los de Tom y comenzó a moverse en un ritmo suave.

—Mi amor… —Jadeó Tom ante las sensaciones que crecían en su entrepierna y amenazaban con desplomarse de un momento a otro. Su orgasmo aproximándose en una lluvia de fuegos artificiales que recorrían su cuerpo saltando por cada célula.

—Cariño…

Estableciendo su propio ritmo, en su nueva casa, esta vez una que les pertenecía, permanecieron moviéndose en la noche uno con otro, maravillados de cuánto diez años y el deseo de compartir un hogar juntos podía hacer.

 

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