Alphonse cerró la canilla de la ducha y contuvo las ganas de llorar. Estaba sucio y lo sabía. No importaba cuántas veces se refregara con el jabón, esa sensación pegajosa y desagradable seguía fijada a su piel. Y es que también sabía que lo que cometía era la peor de todas las traiciones.
-¡Maldición!-. Golpeó con el puño la brillante pared de losa reluciente y volteó a un lado para no ver su reflejo.
-¿Tanto me extrañas?-. Esa voz grave y sedosa hacía que cada vello de su piel se erizara inmediatamente; esas manos que frotaban viciosamente sus glúteos ahora y que habían recorrido cada parte de su cuerpo.
-Me doy asco…-. Murmuró, intentando mantener la calma. Pero era imposible ya, y lo sabía. El perfume de aquel hombre había entrado en su sistema, así como el calor de su piel y no había vuelta atrás. En ese momento sus mejillas se tiñeron de un rojo carmesí y el destino estuvo fijado.
-Mientras me permitas hacer aquello, sabes que te pertenezco…-. Al, sabía que eso era sólo una mentira embadurnada en una melodiosa voz que lo arrastraba con cada modulación hacia el abismo más negro de todos.
¿Cuánto tiempo había estado enamorado de Roy Mustang en el más absoluto de los silencios? Su boca se había mantenido completamente cerrada por años pues su hermano estaba en el medio. Pero ahora Edward estaba casado con Winry y no existía entonces obstáculo alguno para estirar las manos y reclamar lo propio
¡Qué inocente seguía siendo! ¡Qué estúpido había sido!
Recordaba aquella tarde en la que el nuevo Führer le había llamado personalmente por un problema burocrático. Aún sentía el sudor en las manos cuando entró en aquél despacho y lo pequeño que se sintió. Había memorizado la cantidad de pasos que tuvo que caminar hasta estar enfrente del objeto que había deseado desde la primera mirada. En su mente se había inmortalizado el sonido de su inquieto corazón a punto de estallar en su garganta; el pulso agitado; la boca seca y aquellos ojos que lo devoraban.
No importó realmente el discurso que había memorizado. La declaración de amor se había quedado atorada antes de salir por un beso tan oscuro como los orbes de ese hombre implacable. Roy le había tomado directamente ahí, encima del escritorio. Recordaba cómo se había hecho animalmente con su virginidad, cada lasciva y sensual palabra que se había filtrado en sus oídos como una serpiente envenenada.
Pero su tortura proveía de un pacto mucho más macabro que cualquier Piedra Filosofal.
Ahora, en ese vestuario, el hombre de fornido y atlético cuerpo volvía a hacerse con su piel. Sentía los dientes en su cuello por detrás y no se resistía. No. Contrario a ello, se dejaba como el perro más obediente. Lo disfrutaba. Gemía con cada caricia. Sudaba piel contra piel, sintiendo el abdomen de Roy frotarse contra su espalda y se excitaba con aquellas manos que lo recorrían.
Tampoco eran aquellas caricias las que hacían que su alma se retorciera en tormento.
-Acero…-. Susurraba con dulzura Roy Mustang y le penetraba profundo.
Ahora, como en cada encuentro desde aquella tarde, eran las palabras las que lo herían; aquella voz que alguna vez había sido ambrosía para sus oídos, le desgarraba como si fuera un trapo podrido.
Él resistiría porque creía la mentira; porque si seguía con la farsa… Roy sería suyo… ¿verdad?
¿Verdad?